Como castillos de arena sucumben los abedules, olmos, cipreses y tejos centenarios que fueran refugio de amantes nocturnos y morada de lechuzas nocherniegas (nocturnas). Leandro sonríe taimado y socarrón cuando las llamas anaranjadas lamen las copas de los árboles, cuya altura suprema parece decidida a pintar arañazos sobre el lienzo cerúleo del cielo.
Nadie puede verle, tan solo como está en medio de un paraje de ensueño que pronto será un yermo sudario de lágrimas cenicientas y ascuas gastadas. Retorna ya el alunado pirómano a su tranquila y anodina aldea, donde espera María, su esposa, y sus infantes inocentes, que nada saben de las aguas tenebrosas donde bracea febril su padre. No saben que ese hombre afectuoso, que siempre trae regalos de la ciudad, es un enfermo consumido por una obsesión ígnea (con el fuego).
Pero la casa está vacía. Entonces recuerda Leandro que su familia acude cada viernes por la tarde a la cabaña roja y amarilla de Agnes, la dicharachera dependienta de la floristería que queda al otro lado del bosque. Las llamas han convertido el paraíso terrenal en los calderos de un infierno gestado con sus propias manos. Ya suenan las sirenas. El denso humo negro se eleva, dibujando funestas fumarolas. Leandro corre desesperado en pos de su familia. Suenan sirenas lejanas. Galopa el corazón en su pecho. Leandro sólo puede pensar en María y sus retoños, apresados en las garras de un fuego voraz, nacido de un delirio con nombre de incendio devastador y armas de destrucción masiva.