El pisito

Por Juancarlos53

La verdad es que, todo hay que decirlo, el piso era bonito. Estaba en una urbanización de esas que como setas por esos años iban surgiendo en el entorno de las ciudades fueran estas grandes o pequeñas. En este caso era pequeña, la ciudad me refiero. Y la casa…, la casa era una monada: toda exterior con una amplia terraza circundando sus 120 metros cuadrados distribuidos en un amplio salón, cocina, dos baños y tres hermosas habitaciones. Una preciosidad, ya te digo.

Por ese piso situado a pocos minutos en coche de la imperial ciudad habían pasado –y seguían pasando– muchos de los docentes que, provisionales o en comisión de servicio, eran destinados un tiempo a alguno de los institutos de la villa. Estar a sólo 70 kilómetros de Madrid facilitaba un trasiego grande de personas que deseosas de arribar a la capital debían de transigir con pasar unos meses o quizás uno o dos cursos en la bella ciudad.

Mari Eli, profesora de literatura y compañera de Departamento, fue quien amablemente me dio pistas para alquilar el piso. Yo no conocía para nada la población y menos aún su entorno. Bueno, miento, conocía la ciudad pero sólo por la visita escolar que durante mi lejano bachillerato hiciera a ella con el Colegio. La excursión típica de un día a Toledo era todo lo que yo sabía por entonces de la ahora capital de toda una autonomía. Por eso cuando Mari Eli me puso en contacto con Dª Aurora, la administrativa-jefe de la Secretaría del Centro, y ésta me dijo que sí, que podía alquilarme el piso durante el tiempo que deseara, no pude ocultar mi enorme alegría a pesar de que el alquiler me pareció algo elevado. Pero, en fin, ya lo he dicho antes, el piso era muy bonito y su situación, a cuatro kilómetros de Toledo en una zona de futura expansión a donde se estaban trasladando parejas y familias muy jóvenes me había enamorado.

El año y medio que viví en Argés, que así se llamaba el pueblo donde la urbanización se encontraba fue de una increíble placidez. Argés mantenía aún su configuración de pueblo manchego con calles desde luego no dibujadas a escuadra y cartabón, y con las casas típicas de agricultores que todos los días salían a trabajar los campos aledaños donde cultivaban trigo y otros cereales; la mayoría de estos trabajadores del campo también tenían huertos que los aprovisionaban de verduras para consumo propio. El agua en la zona estaba asegurada gracias a la cercanía de la presa del Guajaraz  construida no haría más de diez años. El embalse, además de surtir a la ciudad de Toledo, se estaba convirtiendo en polo de atracción turística para los naturales que acudían a los aledaños del pantano a bañarse, comer y pasar la tarde huyendo así de las terribles horas centrales de la canícula veraniega siempre tan excesiva por allí.

Corrían los primeros años ochenta cuando viví en esa apacible zona. Todas las tardes me desplazaba hasta la ciudad donde impartía clases de Literatura en horario vespertino de seis de la tarde a 10 de la noche. Los alumnos que asistían a hacer el Bachillerato nocturno eran trabajadores de la Fábrica de Armas Santa Bárbara, unos;  empleados de comercio, otros; pero, sobre todo, abundaban los cadetes de la Academia de Infantería que completaban así los estudios que les exigían para culminar con éxito su paso por la institución militar. También, aunque menores en número, algunos policías y guardias civiles que querían realizar las pruebas de acceso a la Universidad estudiaban por la tarde el COU en el instituto donde muy a mi gusto yo daba clase.

Los primeros días de Curso eran habituales las colas que se formaban delante de la ventanilla de la Secretaría del Centro donde los alumnos rellenaban los impresos de matrícula y abonaban las tasas del curso correspondiente. Eran cantidades pequeñas, exiguas podría decirse, que variaban en pocas pesetas de unos a otros alumnos –sí, amigos, por entonces aún era la peseta la moneda de España–. La variación dependía del nivel escolar que se fuese a cursar, las asignaturas pendientes que se arrastrasen de cursos anteriores, y las propias circunstancias familiares de cada uno. De ahí que las diferencias en el pago no se fuesen más allá de veinte duros –100 pesetas– o poco más de unas matrículas a otras. Dª Aurora, ayudada por otra joven administrativa, trabajaba duro esas tardes distribuyéndose el trabajo entre ambas de manera que Loli, que así se llamaba la oficinista novel, revisaba los impresos que cumplimentaban los futuros alumnos y Dª Aurora se encargaba de cobrar los derechos de matrícula. Esto era así año tras año.

Dentro de la habitual  falta de medios que caracterizaba al Instituto, el curso –los cursos, me enteraría más tarde– iban transcurriendo con placidez: Clases impartidas, dudas resueltas, ejercicios practicados, lecturas comentadas, intercambio de opiniones sobre esto y aquello…, y naturalmente pruebas escritas u orales para comprobar el aprendizaje. Fue aquí cuando un día, tras haber yo anunciado un próximo ejercicio escrito y pedido a quienes fuesen a realizarlo que trajesen de casa folios suficientes para hacerlo, alguien, ahora no podría decir si hombre o mujer, preguntó: “Profesor, si tenemos nosotros que aportar el papel para hacer las pruebas,  ¿para qué entonces se destinan los cinco duros que cada uno pagamos al matricularnos en concepto de material escolar?”.

La pregunta como es lógico quedó sin respuesta por mi parte, aunque sí que me comprometí a preguntar a D. Gerardo, profesor de Latín y Secretario del Centro, por el asunto. Trasladé a Gerardo, hombre afable y sencillo donde los haya, la cuestión. Tras escucharme quedó pensativo sin responderme nada. “Vale, vale, Alberto, no te preocupes.”, parecía que su silencio quería decirme.

—¿Y qué le contesto al chico?— insistí al comprobar la callada por respuesta que me daba.

—Pues cualquier cosa, Alberto. No me vayas a decir ahora que no sabes esquivar o salir airoso de preguntas comprometidas.

—¿Comprometidas. Preguntas comprometidas? —repetí mirándole con sorpresa infinita—. No sabía yo que una cuestión así pudiese ser calificada de esa manera.

—Bueno, bueno, Alberto, ya hablaremos. ¿No ves que estoy hasta arriba de trabajo?

Mi alumno no volvió a plantear la cuestión y yo hice como que me había olvidado del asunto.

 Los meses pasaban con placidez. Yo cada día disfrutaba más de mis clases y de mis alumnos que al ser adultos planteaban cuestiones literarias de lo más interesante. Tras las clases, ya de noche, con algún colega algunos días tomaba unas cañas antes de regresar a Argés donde vivía la mar de a gusto. Un día, al mediodía, llamaron a la puerta. Eran un hombre y una mujer, los dos muy jóvenes. Preguntaban por Dª Aurora, la dueña del piso. Tras explicarles que yo no era más que su inquilino les pregunté si querían que le dijese algo a ella de su parte dado que esa misma tarde la vería en el Instituto. “No, no, no se preocupe. No es nada”, dijeron antes de marcharse. Algo en ellos me los hacía conocidos, su cara me era familiar, aunque no sabía ubicarlos.

Ese día al llegar al Centro y entrar en la Sala de Profesores noté un ambiente como diferente del habitual.

—¿Pasa algo? —pregunté a Mari Eli.

—Ja, ja, ja… —respondió riéndose con ganas—, no te lo vas a creer han detenido a Aurora, la administrativa de la Secretaría del Instituto.

—¡Ay, va. No fastidies! ¿Por qué?

—Dice Gerardo que en parte fuiste tú quien levantó la liebre

—¿Que fui yo qué?

En ese momento entró en la Sala Gerardo acompañado –no pude menos que sorprenderme- de la pareja de jóvenes que esa misma mañana había llamado a la puerta de mi casa. Mi cabeza rápidamente ubicó a los chicos que acompañaban al secretario, eran alumnos de uno de los cuatro grupos de COU a los que yo impartía clase. Sin necesidad de preguntar nada Gabriel y Lara, la pareja de policías que entraron a la Sala con Gerardo, nos explicaron que parecía ser que Dª Aurora, mi casera, cobraba a todos los alumnos en concepto no escrito de material escolar veinticinco pesetas que no ingresaba en las arcas del Centro. Si el Instituto con los dos turnos alcanzaba casi el número de 800 alumnos matriculados, la buena señora, de bóbilis bóbilis, llevaba todos los años a su faltriquera la sabrosa cantidad de 20.000 pesetas, suma que hace cuarenta años eran muchas pesetas.

Dice la voz popular que poquito a poquito se hace montoncito, y un anuncio de café lo trucaba en tacita a tacita. Pues bien esa tacita o ese montoncito nos aclaró a todos la procedencia de ese piso hermoso en ese edificio majetón de esa urbanización con pretensiones de ese pueblo llamado a formar parte relevante de la conurbación que en pocos años Toledo y localidades próximas sería.