El placer de la conversación
Una amiga, de esas que yo denomino selecta, se quejaba del aburrimiento que le ocasionan las reuniones de amigos, apostillaba que todavía era mucho peor cuando el cuadro tertuliano se componía de féminas y recordaba aquellas plácidas conversaciones de antaño. Lo de antaño no iba por los temas, sino por las formas. Y es que cuando se reúnen más de tres de mujeres la conversación acaba alcanzando el tono de las grullas, esto es así y nadie lo discute; pero lo peor viene cuando cuatro personas se empeñan en llevar dos conversaciones cruzadas y si son seis, cuatro: nadie se entiende ni se entera de nada. La buena conversación debería ser un acto de ocio y relajación, de aprendizaje y disfrute y no un foro de personas pretendiendo todas hablar a un tiempo. Mi amiga se quejaba también de que no sólo no se sentía cómoda; sino que además le ponían nerviosa ciertas personas, se refería a esas que gesticulan y gritan en exceso para contar una simpleza. Kiketa, dame una solución –me dijo. Yo comprendo su situación, pues la vida social es necesaria; de lo contrario la gente te aparca y se olvida de ti. Esta amiga me pedía consejo para sobrellevar esta conmoción social que estamos viviendo, media población en estos momentos de crisis está abonada al Orfidal: son tantos los problemas… Pero antes de que llegara la crisis, las conversaciones eran también caóticas: entonces era la prepotencia la que daba tono al asunto a debatir. Todos contaban sus cruceros, sus cenas de fin de semana, sus escapadas a París, Londres o N.Y. Ahora se habla del paro, la crisis, los recortes, las subidas de impuestos y todo resulta tristísimo. Todavía es peor cuando hablan de enfermedades.Yo le podría haber dado un consejo buenísimo, que por cierto es el que practico en este tipo de situaciones; pero si le cuento mi secreto en esto de aguantar el chaparrón cuando me encuentro en una conversación tormentosa y caótica, lo mismo deja de hablarme. Por otra parte la técnica que utilizo podría servir de terapia y en ese caso debería cobrarla; ya sé que soy una materialista, los nobles somos así: cobramos por todo, la heráldica nos cuesta dinero y debemos conseguirlo como sea. Mi amiga cree que yo tengo solución para todo y en cierto modo es así, pero casi siempre guardo mis mejores soluciones para mi uso y disfrute. Hay cosas que ni se pueden ni se deben compartir. Le pregunté a mi amiga, qué le aburría más ¿el tema de las conversaciones o las formas? Me respondió que ambas cosas, que a ella le gustaba hablar, expresar su opinión, que la escuchen los demás… Al mismo tiempo también le gusta escuchar y aprender, hay conversaciones en las que se puede aprender mucho –me dijo. Desde luego mi amiga es de las tradicionales, y es que ella de pequeña estaba muy metida en las conversaciones de abuelas. Me recordaba las reuniones de amigas en casa de su abuela, los silencios, los suspiros, los recuerdos de aquellas mujeres vestidas de luto o de alivio. Después de oír su exposición, le sugerí: ¿Has probado con los monólogos? Al oír esta proposición, noté que mi amiga se quedaba un tanto desorientada. No, no estoy loca, querida –le contesté esbozando una sonrisa. ¿No te has dado cuenta de que están de moda? Todo el mundo hace monólogos, hay hasta concursos de monólogos –le apostillé. ¿Te has preguntado el por qué de este fenómeno? –le pregunté con seriedad. Ella me negó con la cabeza. Pues querida, es muy sencillo, es una forma de hablar sin que te interrumpan –en estas últimas frases dejé caer todo el peso de mi aristocracia. Date cuenta –continué con mi argumentación- que hay mucha gente que habla utilizando el sistema del transistor, vamos, que no callan ni debajo del agua. La solución es el monólogo. Yo lo practico cuando estoy saturada de conversaciones en las que nadie me escucha y cuando tengo necesidad de hablar.Mi amiga, impaciente por naturaleza, me apremió a que le contará en qué consistía la técnica del monólogo. Me he decidido a contarla aquí porque quizá le pueda venir bien a alguien hacer este tipo de terapia. En la más completa soledad, se sienta uno a la mesa, se pone delante una buena botella de vino, se echa en una copa de cristal -cuanto más bonita y cara mejor- y comienza a hablar con la botella. El tema puede ser libre cuando sólo se sienta necesidad de hablar; pero en caso de preocupaciones, peleas familiares y demás, conviene hablarlo con la botella. Si el monologuista es fumador, se puede acompañar de un cigarro. Ya sé, ya sé, que me van a decir ustedes que esta solución pueda invitar al alcoholismo o al tabaquismo. En esta vida hay solución para todo. Si el que tiene necesidad de hablar es alcohólico, se sustituye la botella por el espejo o por el retrato de alguna persona a la que se le quiera decir algo, a veces el retrato de un muerto puede ir divinamente. Si el monologuista tiene rabia, le vendría bien desfogarse con el retrato de un enemigo. Al final mi amiga, no muy convencida, me dijo que pondría en marcha esta terapia. Yo sé, que le gustará. Más que nada porque es de las que le gusta mucho oírse a sí misma.