El planeta 5000 -relatos cortos-

Por Orlando Tunnermann

Despertaron sobresaltados por un intenso calor que achicharraba las neuronas. Erik observó estupefacto el entorno insólito. Erica corría a ocultarse en una especie de gruta bajo una duna de tierra fina y gris. Le hacía señas con las manos socarradas. Allí estarían bien, a salvo del vendaval que se estaba levantando y que hacía desaparecer los pequeños montículos con forma de joroba. La luz era lúgubre y el paisaje desolador y desértico. Pero lo más extraño era el cielo plúmbeo y de aspecto metálico. ¿Dónde diantres estaban? Desde luego esto no era California. Recordaba perfectamente la barbacoa en casa de Mandy. Erica abroncaba a su hijo, Steve, por poner la música demasiado alta. Había más de treinta invitados. ¿Dónde estaba todo el mundo, qué lugar era este?
Desde algún punto indefinido llegaban clamores humanos, quejidos y llantos y el sonido de un martillo golpeando contra metal. Una campana tañía notas desafinadas que parecían anunciar el fin de todos los tiempos. Erik llegó junto a su mujer, casi sin resuello. Por puro instinto se cobijaron en la gruta, que emanaba un olor siderúrgico, como de hierro forjado recién trabajado. Erika le abrazó asustada, temblando, evocando en su mente la sombraalargada y siniestra, su propia sombra, proyectada sobre la tierra de textura similar a la harina; esa sombra imposible en plena noche cerrada y sin apariencia de que el sol fuese a salir jamás. Durante unos minutos permanecieron así, abrazados como estatuas de granito. Erik se desasió un instante. Su mujer rezongó y siguió con la mirada lo que le tenía absorto a él. Sí, ahora podía verlo también. Oculta entre la niebla de arena desmenuzada se abrían paso las agujas elevadas y puntiagudas de una catedral. De allí dimanaba el estruendo de un gran colectivo humano que clamaba por su vida. Erik miró a su mujer con el arrojo inveterado del gladiador que jamás ha sucumbido en la batalla. Ella sostuvo esa mirada impertérrita que no conocía la vacilación. Volvió a estudiar las agujas de la catedral, esa estructura de piedra negra que pretendía ganar la liza contra la lobreguez del paisaje baldío. Como estatuas de sal permanecieron abrazados una vez más, sin dejar de admirar la sobrecogedora silueta de la iglesia. Era allí adonde debían ir. La seguridad efímera de la gruta les había concedido el tiempo necesario para aunar elvalor que precisarían para emprender un viaje sin retorno hacia la desconocida amenaza que se perfilaba a través de la bruma, bajo el umbral de una catedral que rayaba el cielo metálico en un rocambolesco ascenso en espiral.