Huir de los tópicos y las imprecisiones requiere cierta perspectiva temporal, que es lo que pretendo con este artículo sobre el plebiscito sobre el Acuerdo de Paz del pasado 2 de octubre de 2016. Considero que éste es un buen momento para hacerlo porque ya se ha aprobado y se ha empezado a implementar el segundo acuerdo, refrendado el pasado diciembre por vía parlamentaria, cerrándose así (aunque nunca del todo) una época de extrema convulsión en el país. Para ciertos tipos de análisis es más interesante escarbar entre los sedimentos que intentar comprender algo en la incómoda vorágine de la batalla.
La principal cuestión postelectoral ha girado en torno a la necesidad de explicar un resultado tan impredecible: la gran sorpresa ha sido el desacierto de las encuestas al predecir de manera casi unánime una victoria relativamente cómoda del Sí, que no obstante fue derrotado por un margen menor a la unidad porcentual, situando el proceso de paz en un impasse de incertidumbre que se ha saldado con un nuevo Acuerdo que ha integrado algunas de las críticas de la oposición.
Las explicaciones más repetidas radican en el altísimo nivel de abstención registrado, pues solamente acudió a votar un 37,43% de los censados (el registro más bajo de las últimas dos décadas), muy por debajo de los valores cercanos al 65% que registraban la mayoría de encuestas; lo cual, a su vez, parece que puede ser explicado por dos factores: la falta de información (haciendo que posiblemente mucha gente, a la hora de la verdad, prefiriera no pronunciarse ante una decisión tan trascendente) y el excesivo triunfalismo del Gobierno (que, al dar por vencido el plebiscito y presentar a ojos del mundo el Acuerdo como un logro consumado, alentó tanto la abstención de los que creían el plebiscito ganado como el rechazo de los que se vieron impactados por imágenes inquietantes como la del líder guerrillero arropado por figuras internacionales). Uno segundo factor es el hecho de que la abstención proviniese principalmente del bloque del Sí, circunstancia que confirma las hipótesis anteriores, mientras que el convencimiento en las filas del No se mantuvo firme.
Pero esto no hace más que reflejar cuestiones circunstanciales que permiten explicar un resultado electoral de manera estática; lo que pretendo es descender a un estrato más profundo de análisis, que permita, mediante la extracción de elementos discursivos, una comprensión dinámica de la situación y también de sus perspectivas de futuro.
En este sentido, hay dos tendencias dinámicas del panorama sociopolítico colombiano que creo fundamentales para comprender el plebiscito. La primera es el hecho de que el país haya experimentado muy recientemente un brusco cambio generacional, que ha abierto una brecha más profunda que de costumbre, al experimentar mejorías increíblemente veloces desde los 90 tanto el nivel de desempleo como la inflación (señalados por Inglehart como principales indicadores en la transición a una sociedad desarrollada de tendencia postmaterialista). Esto provocó, a su vez, el surgimiento de nuevos espacios políticos y nuevas fuerzas para representarlos, hundiendo un sistema bipartidista enquistado en la antinomia conservador-liberal desde hacía un siglo y medio, generando grandes cambios en un período muy breve. El único actor político tradicional que sobrevivió a este desfase generacional fueron las FARC, pero no sin sufrir un gran desgaste a ojos de la opinión pública, cayendo en picado sus niveles de aceptación durante la etapa de Uribe (cuya política de mano dura contra el terrorismo era apoyada por el 82% de la población en 2008, según datos de MercoPress). El proceso de paz se ha enmarcado, por tanto, en la disonancia entre los valores de una sociedad modernizada y millenial y los del discurso anticuado de las FARC, que ya apenas consigue resonar en las conciencias ciudadanas. Esto tiene una clara implicación dinámica: a medida que pasa el tiempo, se reduce la capacidad negociadora de un grupo guerrillero cuyo apoyo popular es decreciente. Si a esto se añade una financiación basada en actividades ilícitas cuya rentabilidad está disminuyendo desde principios de siglo a raíz de una mayor presión gubernamental, se hace evidente que la situación de las FARC era crítica a estas alturas.
La segunda tendencia dinámica requiere investigar los registros electorales del país para comprender que éste presenta un componente cíclico en sus virajes gubernamentales (sucediéndose etapas de hegemonía izquierda-derecha de 19,3 años de media desde 1886, lo cual conforma bloques históricos sorprendentemente sólidos y longevos), habiendo coincidido las negociaciones de paz con una etapa claramente derechista (iniciada en 1998). Esto implica que el debate en torno a los Acuerdos de Paz ha sido controlado en gran medida por un discurso de derechas, asociado tanto a su principal impulsor (el PSUN de Santos) como a su principal detractor (el CD del expresidente Uribe, creado para relanzarse contra la deriva más centro-derechista de su antiguo partido, el PSUN). Dado que el discurso de la izquierda (asociado más al paradigma del perdón) evidencia una mayor condescendencia para con una guerrilla marxista-bolivariana (y más favorable a su integración), el discurso de la derecha (asociado más al paradigma de justicia) evidencia menor condescendencia. Esto tiene serias implicaciones: primero, porque se ha presentado como un duelo entre dos fuerzas de derechas (una más centrada, la otra más extrema) que luchan por la hegemonía en este período histórico afín, empleando el desacuerdo hacia la política con las FARC como un eje trascendente que señale al claro vencedor (cosa que un resultado tan ajustado no consiguió); segundo, el Acuerdo se enmarca en un contexto histórico desfavorable hacia la negociación, dificultando mucho la posición tanto del PSUN como de las FARC. En definitiva, el actor político más antiguo es el que sale doblemente perjudicado, pues se enfrenta a una disonancia discursiva tanto en términos generacionales como ideológicos, dificultando enormemente el acuerdo.
Teniendo todas estas dinámicas en mente, vayamos a los contenidos: ¿cómo puede ser que, dada la hegemonía de la derecha y la debilidad de las FARC, el gobierno de Santos permitiera un Acuerdo tan generoso? Es posible que el cálculo cortoplacista (la necesidad de materializar el proceso de reinserción social antes de la finalización del mandato, de congraciarse con la población rural, de ganar puntos a ojos internacionales…) llevase a obviar cuestiones más profundas del panorama; sea cual sea la explicación no cabe duda de que éste fue el mayor error del gobierno y lo que más marcó una campaña que los contrarios al Acuerdo centraron en la oposición a la impunidad (reverso peyorativo del paradigma del perdón adoptado por Santos), presentando un argumentario mucho más cohesivo y acorde a su discurso de derechas que el de los partidarios del Sí, divididos en la búsqueda de justificaciones ideológicas y debilitados frente al uribismo.
Estas reflexiones, contrastadas con los contenidos del Acuerdo y la proyección externa hecha por parte de los firmantes, pueden ayudar a comprender la naturaleza impredecible del resultado final, así como proyectar circunstancias futuras: a pesar de haberse aprobado un nuevo Acuerdo, éste sigue siendo rechazado por amplios sectores sociales, lo cual augura problemas tanto para la defensa del discurso del PSUN como para las perspectivas de reinserción de los guerrilleros, rodeados por un entorno desfavorable que, agitado por el bypass parlamentario que ha supuesto la aprobación del segundo Acuerdo tras un pronunciamiento contrario refrendado, podría volverse más hostil y retroalimentar una consolidación del uribismo, en una tendencia progresiva hacia paradigmas de justicia cada vez más extremos.