Literariamente El poder del perro era digna de todo elogio (ese estilo narrativo sobrio, visual y esencial, hecho de lapidarias frases cortas y dramáticos puntos y aparte; lleno de descripciones cinceladas en seco y diálogos que cortan como cuchillos; heredero del mejor Hemingway y el mejor Ellroy; y además esa voluntad de recreación total y caleidoscópica del mundo, de un mundo, a través de las experiencias de personajes dibujados con trazo poderoso, que la emparenta con la gran novela decimonónica, de Dickens a Tolstoi). Pero uno, que cree ser más listo que nadie y estar de vuelta de todo, se temía que la aparición de esta segunda parte iba a ser, más bien, una operación comercial para repetir lo de los siete dígitos. Después de leer El cártel, sin embargo, uno debe reconocer que uno a veces se pasa de listo. Lo normal es que una secuela quede a un nivel, en el mejor de los casos, ligeramente inferior a su precedente: un poquito de más de lo mismo, con más de rutina y menos de originalidad. Muchas veces se queda a un nivel bastante inferior. Sólo excepcionalmente la secuela supera el original. Se suele citar como ejemplo de esto último a la película El padrino II. A El poder del perro se la comparó a El padrino: porque era, decían, al narco mexicano lo que El padrino a la mafia italoamericana. Quizá. Entonces, quizá El cártel se pueda comparar con El padrino II: porque, como ésta, es una secuela que supera a su original. Como en el original, de nuevo asistimos aquí al enfrentamiento entre el narcotraficante Adán Barrera y el agente de la DEA Arturo “Art” Keller. De nuevo una trama vertiginosa, absorbente, repleta de sangre, crueldad, implicaciones políticas, retrato social. De nuevo ese estilo narrativo sobrio, visual y esencial, hecho de lapidarias frases cortas y dramáticos puntos y aparte; de nuevo esas descripciones cinceladas en seco y esos diálogos que cortan como cuchillos; de nuevo esa voluntad de recreación total y caleidoscópica del mundo, de un mundo, a través de las experiencias de personajes dibujados con trazo poderoso (los antedichos y muchos otros, con especial mención al narco “arrepentido” Eddie Ruiz, Pablo el periodista de Juárez y el que tiene la biografía más estremecedora, el niño sicario Chuy). Son todos, o casi todos, personajes de ficción, pero sus andanzas nos suenan a algo ya leído en la prensa, ya visto en la televisión. Y es cierto, porque El cártel, en realidad, tiene muy poco de ficticio: apenas los nombres y algunos datos biográficos de los personajes que la pueblan. El resto, desde el ascenso y caída de los infames Zetas, la guerra que libraron contra el cártel del Golfo, las conexiones entre el narco y la política mexicana y la hipocresía de las autoridades estadounidenses (Estados Unidos es el principal mercado para la droga del mundo; y no hay proveedor si no hay cliente) hasta la alcaldesa que osó desafiar al narco y sufrió un atentado que le dejó graves secuelas físicas, o el viejo ranchero que defendió su propiedad del ataque de los Zetas a tiros de escopeta, ante la inhibición de las fuerzas policiales… todo eso ha pasado de verdad. Todo eso ha sido publicado en la prensa. Porque El cártel es una novela que surge de un enorme y concienzudo trabajo de documentación periodística, que le llevó cinco años a su autor. Como sucede en A sangre fría, de Truman Capote, aquí también las fronteras entre novela y reportaje periodístico se difuminan. Así que sí, sin duda El cártel venderá millones de ejemplares, disparará los números negros en la cuenta de resultados de sus editores y hará a su autor aún más rico de lo que le hizo El poder del perro. Pero es una novela que era necesario que alguien escribiera. Una novela de acción con un ritmo narrativo endiablado, que no renuncia (al contrario, se mete de lleno) a la reflexión profunda sobre la sociedad y la política. Una obra de ficción que es, casi, tan necesario leer como la obra de no-ficción Cero Cero Cero, de Roberto Saviano. Por los mismos motivos. Su lectura resulta, también, igual de estremecedora. Y casi lo más estremecedor son las dos primeras páginas, en las que el autor enumera las personas a las que dedica esta obra: una lista de ciento treinta nombres. Todos ellos son periodistas asesinados o “desaparecidos” en México durante el periodo que abarca la novela. Más estremecedor aún: la dedicatoria se cierra con la afirmación de que hubo otros.
Literariamente El poder del perro era digna de todo elogio (ese estilo narrativo sobrio, visual y esencial, hecho de lapidarias frases cortas y dramáticos puntos y aparte; lleno de descripciones cinceladas en seco y diálogos que cortan como cuchillos; heredero del mejor Hemingway y el mejor Ellroy; y además esa voluntad de recreación total y caleidoscópica del mundo, de un mundo, a través de las experiencias de personajes dibujados con trazo poderoso, que la emparenta con la gran novela decimonónica, de Dickens a Tolstoi). Pero uno, que cree ser más listo que nadie y estar de vuelta de todo, se temía que la aparición de esta segunda parte iba a ser, más bien, una operación comercial para repetir lo de los siete dígitos. Después de leer El cártel, sin embargo, uno debe reconocer que uno a veces se pasa de listo. Lo normal es que una secuela quede a un nivel, en el mejor de los casos, ligeramente inferior a su precedente: un poquito de más de lo mismo, con más de rutina y menos de originalidad. Muchas veces se queda a un nivel bastante inferior. Sólo excepcionalmente la secuela supera el original. Se suele citar como ejemplo de esto último a la película El padrino II. A El poder del perro se la comparó a El padrino: porque era, decían, al narco mexicano lo que El padrino a la mafia italoamericana. Quizá. Entonces, quizá El cártel se pueda comparar con El padrino II: porque, como ésta, es una secuela que supera a su original. Como en el original, de nuevo asistimos aquí al enfrentamiento entre el narcotraficante Adán Barrera y el agente de la DEA Arturo “Art” Keller. De nuevo una trama vertiginosa, absorbente, repleta de sangre, crueldad, implicaciones políticas, retrato social. De nuevo ese estilo narrativo sobrio, visual y esencial, hecho de lapidarias frases cortas y dramáticos puntos y aparte; de nuevo esas descripciones cinceladas en seco y esos diálogos que cortan como cuchillos; de nuevo esa voluntad de recreación total y caleidoscópica del mundo, de un mundo, a través de las experiencias de personajes dibujados con trazo poderoso (los antedichos y muchos otros, con especial mención al narco “arrepentido” Eddie Ruiz, Pablo el periodista de Juárez y el que tiene la biografía más estremecedora, el niño sicario Chuy). Son todos, o casi todos, personajes de ficción, pero sus andanzas nos suenan a algo ya leído en la prensa, ya visto en la televisión. Y es cierto, porque El cártel, en realidad, tiene muy poco de ficticio: apenas los nombres y algunos datos biográficos de los personajes que la pueblan. El resto, desde el ascenso y caída de los infames Zetas, la guerra que libraron contra el cártel del Golfo, las conexiones entre el narco y la política mexicana y la hipocresía de las autoridades estadounidenses (Estados Unidos es el principal mercado para la droga del mundo; y no hay proveedor si no hay cliente) hasta la alcaldesa que osó desafiar al narco y sufrió un atentado que le dejó graves secuelas físicas, o el viejo ranchero que defendió su propiedad del ataque de los Zetas a tiros de escopeta, ante la inhibición de las fuerzas policiales… todo eso ha pasado de verdad. Todo eso ha sido publicado en la prensa. Porque El cártel es una novela que surge de un enorme y concienzudo trabajo de documentación periodística, que le llevó cinco años a su autor. Como sucede en A sangre fría, de Truman Capote, aquí también las fronteras entre novela y reportaje periodístico se difuminan. Así que sí, sin duda El cártel venderá millones de ejemplares, disparará los números negros en la cuenta de resultados de sus editores y hará a su autor aún más rico de lo que le hizo El poder del perro. Pero es una novela que era necesario que alguien escribiera. Una novela de acción con un ritmo narrativo endiablado, que no renuncia (al contrario, se mete de lleno) a la reflexión profunda sobre la sociedad y la política. Una obra de ficción que es, casi, tan necesario leer como la obra de no-ficción Cero Cero Cero, de Roberto Saviano. Por los mismos motivos. Su lectura resulta, también, igual de estremecedora. Y casi lo más estremecedor son las dos primeras páginas, en las que el autor enumera las personas a las que dedica esta obra: una lista de ciento treinta nombres. Todos ellos son periodistas asesinados o “desaparecidos” en México durante el periodo que abarca la novela. Más estremecedor aún: la dedicatoria se cierra con la afirmación de que hubo otros.