El poema de cada día. Hoy, Carta de amor a Jean-Paul Sartre, de Francoise Sagan (1935-2004)

Por Harendt

Querido señor:

Y le llamo «querido señor» pensando en la interpretación infantil que de esta palabra hace el diccionario: «un hombre cualquiera». No voy a llamarle «querido Jean-Paul Sartre» porque resulta demasiado periodístico, ni «querido maestro» porque sé que es algo que usted detesta, ni «querido colega» porque resulta demasiado abrumador. Hace años que deseaba escribirle esta carta, de hecho, casi treinta años ya, desde que empecé a leerle, y especialmente diez o doce años, desde que la admiración, a fuerza de tanto ridiculizarla, se ha convertido en algo tan infrecuente como para que casi nos felicitemos por el ridículo. Quizá haya envejecido o rejuvenecido lo suficiente como para que en este momento no me importe nada ese ridículo al que usted, soberbiamente, jamás ha prestado la menor atención.

Tenía especial interés en hacerle llegar esta carta el 21 de junio, un día afortunado para esta Francia que vio nacer, con varios lustros de intervalo, a usted, a mí y, más recientemente, a Platini, tres personas excelentes que han sido llevadas a hombros o pisoteadas salvajemente -gracias a Dios, en su caso y en el mío, solamente en sentido figurado- por excesos de honor o inexplicables indignidades. Pero los veranos son cortos y agitados y se marchitan. He terminado por renunciar a esta oda de aniversario, y sin embargo sentía la necesidad de decirle lo que voy a decirle y que justifica este título sentimental.

Pues bien, en 1950 empecé a leer de todo, y Dios o la literatura saben a cuántos escritores he admirado y cuántos me han gustado desde entonces, sobre todo escritores vivos, de Francia y de otros países. Después he conocido a algunos, también he seguido la carrera de otros, y si bien todavía quedan muchos a los que admiro, usted es sin duda el único al que sigo admirando como hombre. Todo lo que me prometió a mis quince años, una edad a la vez severa e inteligente, una edad sin ambiciones precisas y por tanto sin concesiones, todas esas promesas las ha cumplido usted. Ha escrito los libros más inteligentes y honrados de su generación, ha escrito incluso el libro más rebosante de talento de la literatura francesa: Las palabras. Al mismo tiempo, siempre ha acudido humildemente al socorro de los débiles y de los humillados, ha creído en la gente, en las causas, en las generalidades, en ocasiones equivocándose como todo el mundo, aunque (y en esto, contrariamente al resto del mundo) habiéndolo reconocido en todo momento. Se ha negado obstinadamente a aceptar los laureles morales y todas las gratificaciones materiales de su gloria, ha rechazado el supuestamente honorable Nobel cuando nada tenía, tres veces fue objeto de atentados con explosivos durante la guerra de Argelia, se vio en la calle sin pestañear, ha impuesto a los directores de teatro las mujeres que le gustaban para papeles que no eran exactamente los que más se adecuaban a ellas, dando así fe con todo fasto de que, para usted, el amor podía ser, al contrario, «el duelo clamoroso de la gloria». En resumen, ha amado, escrito, compartido y entregado todo lo que podía dar y que era en realidad lo importante, al tiempo que rechazaba todo lo que se le ofrecía en nombre de la importancia. Ha sido usted hombre tanto como escritor, jamás ha pretendido que el talento del segundo justificara las debilidades del primero ni que la felicidad de crear autorizara de por sí a despreciar ni descuidar a sus allegados ni a los demás, a todos los demás. Tampoco ha afirmado nunca que equivocarse con talento y de buena fe legitime el error. De hecho, no ha buscado usted refugio tras la famosa fragilidad del escritor, esa arma de doble filo que es su talento, evitando con ello caer en el común de los narcisos, que no es sino uno de los tres roles reservados a los escritores de nuestra época, junto con los de pequeño señor y gran lacayo. Al contrario, lejos de blandir, como tantos otros, entre delicias y clamores, esa supuesta arma de doble filo, ha pretendido que fuera eficaz, ágil y ligera en su mano y se ha servido bien de ella, la ha puesto a disposición de las víctimas, de las auténticas víctimas, de las que no saben escribir, ni explicarse, ni pelear, ni siquiera a veces quejarse.

Al no pedir a gritos justicia porque no era su deseo juzgar, al no hablar del honor porque no deseaba ser objeto de honra, al no evocar siquiera la generosidad porque ignoraba que era usted la generosidad misma, ha sido el único hombre de justicia, de honor y de generosidad de nuestra época, trabajando sin cesar, dándolo todo por los demás, viviendo sin lujos y sin austeridad, sin tabúes y sin celebración alguna, salvo, claro está, el triunfal júbilo de la escritura, haciendo el amor y dándolo después, seduciendo aunque siempre presto a dejarse seducir, desbordando a sus amigos con sus opiniones en todos los frentes, consumiéndoles con su velocidad, su brillo y su inteligencia, aunque volviendo siempre a ellos para ocultárselo. A menudo ha preferido ser utilizado, manejado, a ser indiferente, y también a menudo ha preferido verse decepcionado a negarse a una expectativa. ¡Qué vida tan ejemplar para un hombre que nunca ha deseado ser ejemplo de nada!

Y aquí le tenemos, privado de la vista, según dicen incapaz de escribir, y a buen seguro sintiéndose tan desgraciado como cabe imaginar. Quizá le guste saber que en los últimos veinte años, allí donde he estado -en Japón, en Norteamérica, en Noruega, en provincias y en París- he visto como hombres y mujeres de todas las edades hablaban de usted con la misma admiración, confianza y gratitud que le expreso aquí.

Este siglo ha revelado ser loco, inhumano y podrido. Usted ha demostrado ser un hombre inteligente, tierno e incorruptible. Y sigue siéndolo. No sabe cuánto se lo agradecemos.

Françoise