Cloroformizado de nuevo y destapado su cráneo por el doctor Baudet, a los pocos momentos estaba conseguida la operación, y la mano paralítica tamborileaba sobre la mesa de operaciones con la alegría de volver a funcionar.
Parece que [Apollinaire] va a entrar en una época de reposo y de reanudación. Pinta un cuadro en que aparece un brigadier enmascarado, cuya cabeza rompe un casco de obús y de entre cuya sangre brota una Minerva triunfante.
Se burla del aparato que ha quedado en su cabeza como sierre para mucho tiempo: “Este aparato telefónico que llevo en la cabeza.”
Casado con la rusa Jacqueline, cuida su hogar, ya más reservado y con un comedor más puesto.
Pero en eso la gripe le atraviesa y muere de una congestión pulmonar el 9 de noviembre de 1918, el gran día del armisticio, el día en que, como ha dicho Soupauld, los niños daban mueras a su nombre -pues fue día de abominar estentóreamente a Guillermo II-, los mismos niños a los que él se había dirigido diciéndoles:
“Hombres del porvenir, acordaos de mí. Yo vivía en la época en que acabaron los reyes.”
Ha escogido, parece, el día álgido para que su muerte no se note y no quede mucho tiempo en las calles el rictus que queda en las ventanas después de haber contemplado un entierro.
Es el poeta que menos murió al morir.
Por eso, como poeta vivo, las ofrendas sobre su tumba no son unas flores. Me he complacido en anotar los regalos que llevan sus amigos: el uno le ofrece un cesto de fruta variada, de los dulces frutos que maduran llenos de felicidad en Niza, el invernadero en que jugó y sobre el que se sospechan los cristales de las estufas -¡oh, si no hubiese esa sospecha de cristales!-; el otro, un bastón de aquellos que él esculpía con encanto en las trincheras; el otro, una botella de buen vino borgoñés.
Y en ese día alegre y luctuoso, alguien supone que el ruido estrepitoso que lanzan los Jazz-Band del armisticio se debe a la impulsión de Apollinaire.
Se podría decir que es el hombre que no ha muerto. Porque sólo depende el no haber muerto de lo claro y alegre que se haya sido. Cocteau le supone fundando en el cielo el eternismo (nueva escuela), y muy divertido, pues las gentes del cielo encuentran simpático y les gusta comer y pasearse con él.
De todos modos deja enlutada a la juventud, y el mismo Cocteau, en el discurso necrológico que lanza en la galería de Rosemberg, exclama dirigiéndose a su deudor más entrañable:
“Corta a tu musa los cabellos, Picasso.”
Ramón Gómez de la Serna
Prólogo a El poeta asesinado
Cuadro: Le Douanier Rousseau
La muse inspirant le poète, 1908-1909
Marie Laurencin y Guillaume Apollinaire
Previamente en Calle del Orco:
El entierro de Marcel Schwob, Jules Renard