El poeta recluso

Publicado el 11 julio 2016 por Regina

TRABAJO DE CARLOS MANUEL ALVAREZ APARECIDO EN UNIVISION NOTICIAS EL 19 de Mayo, 2016 / 02:08pm

Parece un dios, pero es un hereje. Parece tallado en piedra, pero es un nervio vivo. Parece el primero de los hombres, pero es el último sobreviviente.

Marina Tsvietáieva, la gran poeta rusa, dijo de Rilke: “No es un símbolo de nuestro tiempo, es su contrapeso. Guerras, matanzas, carne lacerada en las batallas, y Rilke. Gracias a Rilke nuestro tiempo será perdonado”.

A sus ochenta y dos años, Rafael Alcides es el contrapeso de Cuba. Cortesanos políticos, un pueblo carcomido por el escepticismo y la cobardía, vidas malgastadas en infructuosa marcha hacia ningún lugar, atravesadas por el rencor o el miedo, y Alcides. Gracias a Alcides nuestro país será perdonado.

A sus ochenta y dos años, en sagrada comunión con el mundo, reconciliado de igual manera con la derrota y con la luz, Alcides es todo lo que parece y es también todo lo que es. Poeta. Alguien que escribiera alguna vez: “Cuando un entierro con dos máquinas solas/ pasa y nadie se fija, yo tiemblo, me estremezco,/ palpito; siento miedo de ser un hombre”.

***

Vive en un garaje devenido apartamento –casi una cueva–, en la esquina de una calle silenciosa de Nuevo Vedado, en La Habana. No es la casa descompuesta de un genio atormentado. No es la casa fastuosa de un autor aplaudido. No es la casa asfixiante de un burócrata. No es la casa vacía de un suicida. Es la quintaesencia de “los hogares maduros,/ donde el acto no se deja sustituir por la palabra”.

La fuerza volitiva que es Rafael Alcides habita en un ideograma. El sofá estrecho, casi a ras de suelo; los cojines decorados con florecillas trémulas; las naturalezas muertas en los jarrones de cerámica; las butacas de madera pulida; los muebles de pajilla; las velas enceradas; los cuadros sobrios, con motivos entre lo cotidiano y lo lúgubre; la luz mortecina; el frío pusilánime de los inviernos habaneros; la plasticidad de la tarde; el vago rumor de los sitios aparentemente deshabitados; y los ladridos inconstantes de una perra larguirucha, con ojos de fárrago y orejas caídas.

Regina Coyula –la esposa veintitrés años menor– cuela café en la cocina, y desde el fondo del apartamento, envuelto en ese aroma coloquial, emerge Alcides. Un hombre que para describirlo pone de moda la interjección que hoy, salvo en él, quedaría ridícula en todo lo demás: ¡oh!

Viste pantalón gris de tela gruesa, enguatada azul prusia, medias negras y chancletas caseras. La barba nevada y generosa, su elegante calvicie, su piel cobriza y rural, la frente envuelta en pliegues, y en el fondo del rostro, ululantes, los febriles ojos negros.

Recita los versos de Darío:

—¡Margarita, está linda la mar/ y el viento/ lleva esencia sutil de azahar!

La voz grave y tremenda, combinada con su centelleante gestualidad, ejerce una extraña fascinación.

—Yo siento/ en el alma una alondra cantar;/ tu acento…

Las manos parecen entablar una danza sutil, llevadas por el vertiginoso ritmo de las palabras. Los largos dedos avejentados desgranan el discurso, como si sus mecanismos de expresión se pusieran en funcionamiento de una vez y nada en Alcides estuviera separado. Si va a decir algo, lo dice con todo.

—Margarita, te voy a contar/ un cuento.

Tiene los oídos llenos de agua, no se escucha a sí mismo y a unos pocos metros de distancia solo distingue sombras. Ha pasado los dos últimos meses en cama, salvo los días de consulta en que acude al hospital para que los médicos lo revisen. Únicamente así ha vuelto a reencontrarse con una ciudad de la que no quiso saber nada más, ausentándose conscientemente de los últimos compases de su destrucción.

—Desde hace más de veinte años, la vida de Alcides se resume en un kilómetro lineal. Del apartamento al agromercado y del apartamento a la bodega –dice Regina.

En noviembre pasado, lo operaron de cáncer de colon, le hallaron metástasis y le practicaron una colostomía. Pero aún no ha decidido si someterse o no a la quimioterapia. Al parecer, prefiere pasar tranquilo los últimos meses, no importa cuántos sean, antes que alargar el trámite entre vómitos y náuseas.

Lo que sorprende de todo esto, sin embargo, es su renovada capacidad para festejar detalles concretos que otro tomaría por minucias. Algo que ningún cáncer –ni el del poder, ni ahora el físico– ha podido arrebatarle. Hoy, 19 de enero de 2016, Alcides acaba de leer con regocijo la crítica reciente que un fervoroso lector suyo ha hecho de su obra.

—Voy a ser un muerto bonito –dice–, recordado con amor.

Pero todavía no es un muerto. Es el mayor poeta vivo de Cuba, y muy probablemente el más honesto, el más injustamente silenciado, el que más alto precio ha pagado por su hidalguía y a quien las corrientes de moda no lograron subvertir ni la calderilla política comprar.

Publicado con intermitencia, tiene a su haber premios inclasificables. Que en las prisiones cubanas de los ochenta los reclusos cambiaran su libro Agradecido como un perro por cajetillas de cigarros. Que lo único que un balsero llevara consigo al cruzar el Estrecho de la Florida fueran los libros de Alcides forrados en nylon para que el mar no los destruyera. Que a su casa lleguen jovenzuelos de provincia después de leer algún ejemplar suyo en alguna librería de segunda mano.

No es un campeón del exilio. No es un reivindicado del quinquenio gris. No es un funcionario del sistema. No se volvió cínico, o ríspido, o sarcástico, o cauteloso, o violento, y menos aún se plegó. Por alguna inexplicable razón, le sigue importando menos su suerte personal que la muerte de su país.

***

—Si yo pierdo mi libro, después de muchos años escribiéndolo, soy yo quien pierde. Esa es mi derrota personal, pero esta es la derrota de un pueblo. Y eso es sagrado, es tragedia. Tenemos un remiendo de capitalismo y socialismo que no es nada. Busca una cabrona vianda. No la vas a encontrar. Mira los precios. ¿Culpa del bloqueo? No jodas. Esto no es serio. ¿Las viandas vienen de Londres? ¿Los boniatos vienen de París? No. La vida está en movimiento y es como el ajedrez. A cada movida cambia el tablero. No puedes mantenerte rígido. Esto sigue porque Fidel y Raúl están en duelo con Estados Unidos. Un duelo descarado, mentiroso, porque Raúl dice: “podemos aguantar cincuenta años más”. Sí, claro, tú puedes aguantar. Pero el pueblo no puede aguantarlo. Yo de ningún modo me siento orgulloso. Yo me siento como el obrero que ayudó a construir una cárcel. Yo soy uno de esos constructores. Pero si volviera a vivir, y se dieran las mismas circunstancias, volvería a participar en esa guerra y a hacer todo lo que hice. Me apuntaría nuevamente en esa aventura. Pensábamos que íbamos a llegar a algún lugar. Aunque después no llegamos a ninguna parte.

—¿Y su literatura?

—De mi literatura no hablo. Mi historia es muy simple. Yo en definitiva he sido un autor de borradores. En el escaparate tengo tres o cuatro metros de novelas, y ahí se van a quedar. Hace más de treinta años, cuando me mudé a esta casa, quemé otro metro y medio.

—¿No le angustia?

—En una época sí me angustió, porque viví para eso y en eso se me fue la vida, pero después te angustias mucho menos. ¿Por qué? Porque ha habido pérdidas mayores. La pérdida mayor ha sido la Revolución misma, fue el sueño de mucha gente como yo. Hubo una oportunidad, existió la oportunidad, pero ese es un tren que no vuelve a pasar.

***

Anteriormente, en entrevista con el crítico y escritor Efraín Rodríguez Santana (revista Cuba Encuentro, No. 36, primavera 2005), Alcides había reconocido que quemó sus novelas para deshipotecar un porvenir que venía lastrado por tanto borrador que nunca iba a poder concluir. En ese sentido, puede decirse que la Revolución es la novela inconclusa, pretendidamente total, ya jamás terminada, que sus autores se empeñan en seguir escribiendo a deshora. Los políticos son políticos justamente porque les es desconocida la generosidad de los poetas verdaderos.

***

—En Cuba hacía falta una Revolución. Lo que pasa es que la Revolución dejó de ser Revolución pronto y se convirtió en otra cosa. Fidel empezó a hacer lo que le daba la gana, a dirigir guerras por el mundo en las que, por otra parte, no participaba, como sí participaron Alejandro, Aníbal, Napoleón. Ni siquiera sus hijos estuvieron.

—Si hubiera que aventurar un año en que la Revolución deja de ser Revolución…

—A partir del momento en que se crea el nuevo cuerpo legal. Cuando se estableció que el negro y el blanco eran iguales, que todo el mundo tenía los mismos derechos, que el Estado controlaba las fuerzas productivas, en ese momento termina la Revolución. Lo que empieza a regir es el contrato natural entre hombre-estado, hombre-sociedad, el contrato social de todos los tiempos, donde el ciudadano produce, paga impuestos, el estado recauda, lo distribuye, construye escuelas, paga el sueldo de funcionarios, del ejército, el sueldo de Fidel y de Raúl. Sobreviene ese estado que se encarga de darte una beca si tienes resultados, de que tengas educación gratuita, lo cual es imprescindible, y hospitales, médicos. La Revolución terminó por los años 65 o 66. Pero, ¿qué pasa? Que Fidel es muy astuto, muy inteligente, es un genio, no hay la menor duda, es siniestro, y mantuvo el nombre de Revolución, esa entidad abstracta. ¿Por qué? Porque así tú le debes las cosas a la Revolución. Pero como la Revolución no tiene cara, no es una figura, tú necesitas identificarte con alguien. Tu padre era recogedor de basura y te hiciste médico o abogado gracias a la Revolución, es decir, gracias a Fidel Castro. Le debes todo a Fidel Castro. ¡No! ¡No! Fidel Castro te debe todo a ti, todo lo que es él, la gloria y el poder que tiene se los ha dado el pueblo, yo en tanto pueblo. Yo le pago el sueldo para que administre y dirija, he confiado en él. Esa historia de “Comandante en Jefe, ordene”… ¡No, señor! El soberano soy yo, no es usted, usted se tiene que quitar el sombrero delante del pueblo, que es el verdadero soberano, el que lo pone y el que lo puede quitar. Esto, bien entendidas las cosas, claro, en un estado de derecho. Aquí no puedes quitar ni un carajo. Él sí te puede quitar a ti, la vida te la puede quitar.

—¿Lo admiró usted en algún momento?

—Sí, claro, lo seguí, era el jefe.

—¿Lo quería?

—Querer es una palabra rara. Querer es una cosa. Amar es otra. Respetar, admirar, sentirte parte. Más bien me sentí parte. Además, tú tienes que imaginarte como un gran pulpo, porque tú quieres a la gente por muchas razones. Entonces eres un líder, eres un jefe, representas una idea, y hay un montón de amigos tuyos que han sido amigos míos y han muerto, o sea, formamos parte de un ideal. Ya cuando yo te conozco nos unen todos esos afectos de gente que te han querido a ti y tú has querido o se supone que has querido. Formamos parte de una gran familia. Ya no es problema de si quiero o no. Sencillamente eres parte de mí, y como confío en ti y somos parte de una empresa, pues todo lo que se decida es correcto. Fidel además era el hombre que estaba facilitando el sueño del país. Por ejemplo, una de las grandes cosas que inventa es la alfabetización, algo muy hermoso. O repartirles tierras a los campesinos. ¿Quién no iba a estar de acuerdo con eso? En fin, fue un momento muy lindo, realmente. Fidel pudo haberse convertido en uno de los Cristos de la historia de la humanidad, iba por ese camino. La gente lo amaba, daba gracias a Fidel, Fidel esta es tu casa. Todo eso sucedió, son cosas que harían llorar. Y el socialismo parecía la realización del hombre como especie, la realización política y cultural. Abrir los hospitales para todo el mundo. Aunque él no hizo los hospitales, los encontró hechos, y bueno, se fueron los médicos, él los hostigó. Que se fuera en definitiva toda la inteligencia del país para empezar de nuevo con gente que él formó de cero y que le debía todo. Pero sí, fue hermoso. Y estábamos haciendo historia, por otra parte. El dinero tú no te lo llevas, la gloria sí. Estábamos construyendo de nuevo el mundo. La gran época.

***

La vida de Rafael Alcides es un pretexto de la nostalgia. Si proseguimos con Rilke, cabe decir que Alcides no ha sido más que los versos finales de la Octava elegía de Duino: “¿Quién nos ha volteado así, que hagamos lo que hagamos/ mantenemos la actitud de alguien que se va?”.


El poeta Rafael Alcides conversando en el salón de su casa. Foto / CARLOS MANUEL ÁLVAREZ RODRÍGUEZ

Todo –nació el 9 de junio de 1933 en un caserío del Oriente, “sabana inmensa con solo diez o doce casas”– comienza, transcurre y termina de este modo: “Yo no puedo dejar de ser de Barrancas./ De Barrancas que hoy solo existe en el sueño mío.” Comprendemos que la fidelidad a las convicciones morales son entonces una labor relativamente cómoda y menor para quien ha sabido salvar lo más difícil: la entereza del ser.

Un horcón de recuerdos es Alcides, y el tiempo finalmente lo ha perdonado. Regina, su esposa, lo describe: “Otra de las cosas que lo hace extraordinario tiene que ver con su aspecto. Cuando iniciamos nuestra relación, mi sobrina, con el candor de los diez años, me preguntó si era Eliseo Diego. Tenía entonces una venerable barba blanca y una calvicie insospechable. Sus contemporáneos parecían hermanitos menores. Él les jugó la broma de no seguir envejeciendo mientras los demás perdían lozanía, pelo, libras, agilidad física y/o mental y le pasaban de largo hasta invertir los papeles. Eso, a pesar de un copioso prontuario médico, que disimula muy bien”.

Creció en una casa de tablas, techo de guano y piso de tierra. Sus primeros héroes fueron los próceres de la independencia: Maceo, Gómez, Calixto García. Él y su hermano Rubén se disputaban los papeles protagónicos en sus juegos, incluso a puñetazos si era necesario. Ambos querían siempre ser Maceo, hasta que Alcides convenció a Rubén para que encarnara a Ignacio Agramonte: joven y bello.

“Esa fue”, dijo, “nuestra literatura de la infancia. Y nuestro cine”. Ya asumía Cuba como una vasta ficción, la materia prima con la que su inventiva se despacharía.

Cursó la primera enseñanza en Bayamo, y en 1946, a punto de terminar la Preparatoria en las Escuelas Pías de San Rafael y Manrique en La Habana, regresó a Oriente, para nuevamente volverse a ir. En Poema de amor por un joven distante –fechado en 1989– Alcides recrea como un padre protector la arquetípica llegada de los ilusionados jóvenes de provincia a La Habana –ese primer, aterrador, balzaquiano choque con la urbe tantas veces evocada–, pero en realidad, como Whitman, en la salutación armónica al prójimo Alcides se habla a sí mismo, y consuela y abraza al jovenzuelo “solitario y solo, el más solo de los hombres”, que fuera él aquel 22 de junio de 1952 “más largo que un siglo”.

En esa década, su bautismo de fuego fue la lucha contra la dictadura de Batista, la actividad clandestina, la membresía en grupos rebeldes de acción y sabotaje. Hay momentos, situaciones que lo rondan, furias de juventud que hoy no suscribiría, que ni siquiera menciona. Pero eran años violentos, crispados, él en la flor de su edad. ¿Qué más podía hacer sino ofrendarse al ritual feroz de la justicia?

—Una vez estábamos en la universidad, la policía llegó y empezó a disparar. Nosotros nos tiramos al suelo y después, al día siguiente, vimos que las balas habían dado un metro encima de nuestras cabezas. Pero eso lo supimos al día siguiente. Con la vida te pasa exactamente igual.

En los primeros años de la Revolución, Alcides fue asistente de Manuel Fajardo Sotomayor –Comandante del Ejército Rebelde–, participó en la Campaña de Alfabetización, asumió cargos de cuadro político en las ORI (Organizaciones Revolucionarias Integradas) y escribió dos poemarios iniciáticos y olvidables: Himnos de Montaña (1961) y Gitana (1962). En 1963 publicó El caso de la señora en la revista Unión, un poema que llamó la atención de Nicolás Guillén –su amigo íntimo– y destacó en el efervescente panorama literario del momento.

Alcides asumía el lenguaje conversacional que, primero de modo orgánico –comenzando con su generación, la llamada generación del 50: Pablo Armando Fernández, Manuel Díaz Martínez, Roberto Fernández Retamar, Fayad Jamís, Heberto Padilla, etc.–, y luego imperativamente –moda estilística u obediencia expresiva con que alabar la gesta socialista–, llegaría a regir durante un par de décadas el discurso poético cubano.

Paralelamente, dentro del ICRT (Instituto de Radio y Televisión), escribía guiones y conducía En su lugar la poesía, un programa radial por el que pasaron varios de los poetas más importantes de Latinoamérica. Además, amasaba proyectos narrativos. En 1965 entregó, con el lema Brigada 2506, su novela Contracastro al concurso Casa de las Américas. Mario Vargas Llosa la defendió a capa y espada, pero semejante título despertó resquemores y, declarado el premio vacío, a Alcides le fue otorgada una mención de consuelo.

—La novela no era una novela contrarrevolucionaria, al contrario. Tal vez fue cosa de Haydee Santamaría (presidenta de Casa de las Américas), una mujer maravillosa, muy grande, pero para quien Fidel era intocable, y el nombre debió parecerle un estruendo, un elefante en una cristalería. Después supe que en un viaje a Vietnam pidió una copia para leérsela y decidió que sí, que podían publicarla.

Pero le pidieron que cambiara el título, y Alcides no aceptó.

—Tal vez ahí comienza su decepción con el proyecto.

—No, eso no. Era algo muy individual. Estamos todavía en enero del 65, un año romántico, y a cualquier sujeto podía ocurrírsele cualquier cosa.

En 1967, apareció La pata de palo por el sello Letras Cubanas, y su primer poema, El agradecido, es suficiente: “Toda mi vida ha sido un desastre/ del que no me arrepiento./ La falta de niñez me hizo hombre/ y el amor me sostiene./ La cárcel, el hambre, todo:/ todo eso me ha estado bien:/ las puñaladas en la noche/ y el padre desconocido./ Y así de lo que tuve/ nace esto que soy: bien poca cosa, es verdad,/ pero enorme, agradecido como un perro”.

Desde entonces, Alcides es una parábola. Diáfano, pero hondo. Asertivo, pero sugerente. La línea recta de sus actos, la claridad de sus versos, terminan por crear una inmensidad.

Desmenuzó la épica pacientemente. Se sentó en la mesa de su cocina, tomó la Patria, la metió en la máquina de moler café y comenzó a triturar a ratos con la izquierda, a ratos con la derecha, así sucesivamente. Su coloquialismo es ambidextro. Lo mismo reivindica la legitimidad de agitarse como un dios ciego y universal, al que todo le incumbe, que la posibilidad de componer, como el alfarero laborioso, la exquisita pieza cotidiana.

La Pata de palo encontró inmediato homenaje en ejercicios tardíos de Guillén, como En algún sitio de la primavera, y en Taberna y otros lugares, el poemario central de Roque Dalton. De Carta hallada en los bolsillos de un monje, uno de los poemas del libro, Virgilio Piñera dijo: “El lector que intentara encontrar el “temblor” de San Juan de la Cruz, la “imaginería” de Góngora, el frisson [escalofrío] de Baudelaire, las fulguraciones de Rimbaud o los “silencios” de Mallarmé nada entendería de esta “Carta” en la que la poesía es otra cosa que temblor, imaginería, frisson, fulguraciones y silencios. Y quizás hay de todo eso (…), pero metido en unas palabras que no son las palabras que los mencionados poetas utilizaron en sus cantos”.

En la trenza (imposible de zafar sin destrozarla) de Historia en mayúsculas y voluntad lírica que es la existencia de Alcides, a La pata de palo le siguió 1968, los tanques soviéticos en Praga, el visto bueno del gobierno cubano a la invasión, y con ello el puñal pragmático de la realpolitik destazando las bravas ilusiones del poeta.

Vendría la parametración en el terreno literario y artístico, la censura instaurada y legislada, la estalinización acelerada de la sociedad, los más abusivos métodos de presunta reeducación ideológica, el célebre caso Padilla –impugnado el autor por su literatura “criticista y antihistórica”, encarcelado bajo acusaciones de actividad subversiva, empujado después a leer públicamente una autocrítica al más puro estilo soviético– y el inmediato y mayoritario divorcio de la intelectualidad occidental con la Revolución.

—Hay que entender la enorme crueldad que significó aquello, la herida que produjo en el campo de la cultura. Todo se fue por un hueco negro. Alguien cambió la aguja de los trenes y desvió la ruta. Comenzó a duplicarse la experiencia de la URSS y se traicionó el programa martiano [el estudio del legado de José Martí]: una república con todos y para el bien de todos, un programa económico de pequeños y medianos propietarios. Esto demuestra cómo aquel proceso tan humano, que parecía liderado por hombres, fue llevado a cabo por fulanos que quisieron parecer divinidades.

En 1970, dispuesto a publicar su desencanto, Alcides presentó en la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas) un cuaderno titulado La ciudad de los espejos, y fue predeciblemente rechazado “por nihilista, por impropio del Hombre Nuevo”.

Sabiendo que igualmente sería apartado, decidió apartarse él mismo. No volvería a visitar la UNEAC. No presentaría libros a ninguna editorial. No asistiría a exposición ni a evento cultural alguno. No se le vería en cines, conciertos o actos públicos. Comenzaba así el inxilio más prolongado de la literatura cubana.

—Lo otro era poner bombas contra lo que había ayudado a construir, y eso no lo iba a hacer nunca.

Alcides redactaba guiones de radio desde su casa y pergeñaba versos proféticos en la más completa y consciente soledad. Sometió su alma a un disciplinado régimen militar. Escribía: “El pasado y el porvenir pasaron ya./ Todo lo que tuvimos lo perdimos,/ y era más de lo que se podía tener./ Nos queda este rumor. Este/ montón de tristezas que el viento propaga,/ inmemoriales, sin tiempo./ Este rumor/ de lo que fue/ la vida antes de que llegara el porvenir.”

Eran tiempos de miedo y nadie visitaba a nadie.

—César López y Pablo Armando se veían más o menos, de vez en cuando. Manuel Díaz Martínez estaba metido en una emisora de radio sin poder firmar, Heberto (Padilla) traducía a Maiakovski sin poder firmar, Virgilio en esa época también traducía sin poder firmar, todo el mundo estaba muy disperso. Fue una ofensiva contra intelectuales que habían aplaudido el proceso, que habían combatido en Playa Girón, que habían dormido en el diente de perro, junto al mar. Gente que amaba la Revolución. Estos escritores empezaron a tener ideas, a hacer literatura crítica, y molestaron a los que ya estaban montados en la silla del estalinismo. Esa es toda la historia.

Luego muchos de los intelectuales defenestrados serían restituidos y aceptarían gustosamente las prebendas estatales. Alcides no. Poeta eminentemente sentimental, incluso melodramático, y con la suficiente valentía como para escribir las confesiones más encendidas y caminar al borde de cualquier exceso. Pero dueño, también, de una fría lucidez. Creía que lo que la Revolución debía esperar de los verdaderos revolucionarios ya no era la fe, sino la duda: “Un poema puede ser/ una máquina de la emoción/ o una máquina de la inteligencia./ (La emoción pasa)”.

***

—La poesía se mezcla con el relato, con la novela, con todo. La poesía se da por rachas, es como el amor. Hay que escribir como uno lo siente. Esta es tu oportunidad, no volverás a nacer. Ese es el secreto. No importa que los demás no lo vean. El creador se juega la muerte, los demás se juegan la vida. Los poetas que hoy parecen trascendentes, mañana se olvidan. Pasa con todos los autores. La poesía es el misterio, el don que tiene la palabra de cautivar. Pero no es un lugar seguro. Hoy te pueden tirar besos, dar abrazos, pero mañana… Hay tanto poeta por ahí. Por eso hay que jugársela. Uno no escribe para ahora, ni para mí, ni para ti, ni para nadie. Estás escribiendo para tus contemporáneos, o sea, el porvenir. La sinceridad. Si sale bien, sale bien. Si no, no. No mentir. No mentir. Al que miente se le seca mano –dice Alcides, noble conversador.

***

Es fácil rastrear los sucesos trascendentes en la vida de Alcides, porque todos están en su obra, sin disfraz. Se casó con Teresa –“Sin soledad que engañar,/ hoy Teresa y yo no comemos y nos bebemos el poema/ hecho potaje y hecho café que es como alimenta,/ y nos reímos de ver cómo se calientan en un jarro/ o se fríen en una sartén con manteca/ nuestras próximas Obras Completas”– y tuvo con ella al más célebre de sus cuatro hijos: el pintor Rubén Alcides.

Cuando Teresa –hacía varios años divorciada de Alcides– emigró con el hijo en común a principios de los noventa, Alcides compuso Carta a Rubén, una de las más estremecedoras elegías sobre el trauma principal de la familia cubana reciente: “Pero nosotros,/ nosotros los solos,/ los tristes,/ los luctuosos/ ¿en qué patria estamos ahora? (…)/ ¿La patria, lejos de lo que se ama? (…)/ Donde se vive entre paredones y cerrojos/ también es el exilio…”.

Le cantó, además, a la flor desvalida (Canto para los dos), a la tumba de su único general (En el entierro del hombre común), e incluso a los ministros, en un poema donde confiesa: “Cada vez que oigo hablar de un amigo/ al que van a hacer ministro,/ alguien borra una parte de mi vida…”. Si repasamos la lista actualizada de comisarios culturales o vacas sagradas retroactivas –buena parte de la generación del 50–, comprobaremos que el poder le ha venido borrando a Alcides más de lo que se le debe borrar a un hombre.

Pero en 1984 –años ya de cierto deshielo– apareció Agradecido como un perro, una explosión imborrable. Llovieron reseñas y los lectores jóvenes y galantes, atónitos, se desayunaron con Alcides. En el poema homónimo, se menciona a la Revolución. Sin embargo, el poema no se marchita, que es lo que suele pasar, sino que la Revolución perdura. La Revolución, después de tanto cantor chato e impostor de tribuna, debiéndole finalmente la sobrevida a un disidente.

A fines de los ochenta, creyendo que la abstención ociosa no tenía ningún sentido, y llevado por lo que calificó como “los engañosos vientos de la Perestroika”, Alcides volvió a vincularse a la UNEAC y a participar en reuniones y congresos.

—Mi actitud había sido la de alguien que no quería cargar contra lo que había amado y amaba, y por lo cual aún podía dar la vida, porque tenía esperanza de que rectificáramos.

De vuelta al mundo, halló a Regina, en aquel entonces oficial del Ministerio del Interior. Ella conocía sus poemas al dedillo, y la prestancia, el manifiesto desinterés de Alcides por destacar, los silencios solo interrumpidos por su vozarrón afable de locutor de radio, terminaron cautivándola.

—Lo vi por primera vez en un velorio y no hablamos, pero me impresionó mucho su expresión concentrada, solo, sentado en un sillón de Calzada y K. Luego nos presentaron en la UNEAC y hubo empatía, pero no más. Volvimos a encontrarnos por complicidad de un amigo el 31 de diciembre de 1988, y el resto, como se dice, es historia.

En 1991, después de los sucesos de la Carta de los Diez –expulsión de la UNEAC, sanciones administrativas, acusaciones falsas y vergonzosa campaña de descrédito contra una decena de intelectuales que se atrevieron a firmar y difundir lo que, según el propio Manuel Díaz Martínez, uno de los firmantes, no era más que un “pliego de peticiones moderadas al gobierno”–, Alcides confirmó que todo seguiría igual y volvió a preferir su soledad antes que la compañía de colegas que seguía queriendo pero a los que, en el mejor de los casos, el silencio pusilánime volvía cómplices.

Por esas fechas, Letras Cubanas lanzó el olvidado cuaderno La ciudad de los espejos con un título bastante más amargo, que resumía las molestias de Alcides: Nadie. Fue su último libro publicado por una editorial nacional y nunca más aparecería, él, en ningún espacio público. Alguna vez pretendieron agasajarlo con el Premio Nacional de Literatura y lo rechazó.

A medida que fueron abriéndose en Cuba vías alternativas de expresión, Alcides transitó del mutismo a la participación crítica. Nada se ha callado, ni en entrevistas, ni en artículos, ni en charlas o eventos a los que la disidencia política lo invita. Durante los últimos veintitrés años su obra poética solo ha visto la luz gracias al editor sevillano Abelardo Linares, que un día le tocó a la puerta y lo rescató.

***

Con motivo de sus ochenta, Regina escribió: “Alcides es incapaz de montarse en una guagua, un almendrón, un panataxi; es incapaz de caminar doscientos metros siquiera para conocer a una celebridad. En cambio, es un anfitrión extraordinario, tan cálido y atento, que enseguida hace sentir cómodos a los recién conocidos”.

“En esta época de polarización ideológica, mantiene el afecto intacto y esa manera intensa de querer, lo mismo por un alto funcionario del gobierno que por un alto dirigente de la oposición en el exilio. Perdona (pero no olvida, tiene excelente memoria) a algún tonto ¿elevado? de poeta bisoño a funcionario que desde su nueva posición se ha permitido tratarlo con frialdad. Todavía lamenta la errata por omisión de la dedicatoria a Roberto Fernández Retamar en un poema de un libro recién publicado en Colombia”.

Un año después, algunos medios online publicaban el siguiente mail, firmado por Alcides:

“La Habana 30 de junio del 2014

Poeta Miguel Barnet.

Presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

Amigo Miguel: En vista de que ya a mis libros no los dejan entrar en Cuba ni por la aduana ni por el correo, lo que es igual a prohibirme como autor, renuncio a la UNEAC. También hallarás en este sobre la Medalla Conmemorativa del 50 aniversario de la UNEAC que como fundador me pertenece. Lo demás de esa casona tan mía en otro tiempo, son mis recuerdos, y estos, por personales, se irán conmigo. Entre esos recuerdos, el de los buenos amigos hallados en la Unión de entonces, tesoros de mi juventud, lo que de aquel gran sueño fracasado me queda, figuras a las que quiero aunque no piensen como yo y que me quieren aunque no se atrevan a visitarme. Eso es todo, Miguel. Previendo interpretaciones que omitieran el texto de esta renuncia irrevocable, me he adelantado a hacerla pública”.

Y ha proseguido. El canal de YouTube del cineasta Miguel Coyula viene publicando, desde finales de 2015, unos videíllos cortos –poderosos haikus visuales– en los que Alcides diserta sobre el sueño perdido de la Revolución, el pueblo, la belleza, Fidel Castro, los artistas. De igual manera, la editorial Verbum acaba de lanzar una antología poética suya, con tintes definitivos, de la que Alcides solo tiene un ejemplar.

Aún desconoce el rencor, y cree fervorosamente en Dios.

***

—Con el tiempo, usted ha ido más lejos que cualquiera de su generación.

—No. He avanzado igual que todo el mundo. Estoy completamente seguro de que todos pensamos igual. En Cuba solo hay dos disidentes: Fidel y Raúl Castro. Los demás estamos de acuerdo en que esto no funciona. Lo que pasa es que algunos se atreven a decirlo y otros no, porque unos están dentro del juego y otros fuera. Como yo no necesito viajes, ni acepto viajes, ni quiero que me cambien la casa, ni aspiro a que me den automóvil, y no tengo ni teléfono fijo, puedo decirlo.

—Pero eso es ir más lejos.

—No lo es.

***

Manuel Díaz Martínez ha dicho de él: “Rafael Alcides atesora aún –vivos están en su conducta y su escritura– las rebeldías y anhelos que una vez fueron las divisas de nuestra ya desmantelada generación. No debe extrañarnos, pues, que este Ulises caribeño siga soñando, en la gruta de Polifemo, con llegar a Ítaca. A través del Atlántico lo descubro, nauta de porfiada dignidad, resistiendo los cantos de las sirenas en un cenagoso mar de traiciones y claudicaciones”.

***

—¿En algún momento pensó irse de Cuba?

—No, jamás. Soy de aquí. Honestamente, yo no sabría vivir fuera de Cuba. Pero el problema es seguir luchando. No importa si aquí o si allá. Eso no tiene importancia. Y creo que todos los que hayan luchado por el cambio, estén aquí o allá, tienen el mismo derecho.

—¿Se siente solo a veces?

—No me siento solo. Tengo muchos amigos fuera. Porque los amigos de antes ya no existen. Forman parte del antes. No vienen aquí.

—¿Los sigue queriendo?

—Sí, yo quiero en el pasado. Lo que ha sido, ni Dios lo puede borrar, y yo respeto todo. Ahora bien, esos amigos ya no me visitan. Si nos vemos por ahí, de casualidad, algunos de ellos me han abrazado, otros me han virado la cara. Me he vuelto invisible.

—¿Y qué le provoca? ¿Tristeza?

—Ya ni siquiera. Me doy cuenta de que no puede ser de otro modo. Me doy cuenta de que tienen miedo. Me causa piedad, un poco, porque sé que no han dejado de quererme. Porque yo no he dejado de quererlos a ellos. Los quiero en el pasado, pero los quiero. Yo respeto grandemente la elección de los demás, en todo sentido, pero que también respeten mi derecho a no estar de acuerdo. Si en el próximo gobierno vamos a ser tan intolerantes como hemos sido en este, me quedo con este, porque lo conozco ya más o menos.

—La posición radical del viejo exilio tampoco le convence mucho.

—No, yo no creo en los radicalismos, los radicalismos son estúpidos. No nos hemos dado cuenta, pero hemos vivido una gran tragedia. Hoy la palabra Patria no existe. Tenemos el drama. Y la literatura, la novela, la poesía, se hacen con drama, con dolor. Esto se está acabando. Ha llegado la hora de empezar a contarlo.