El portillo de la traición

Por Zogoibi @pabloacalvino
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Sobre el lienzo noroeste de la muralla de Zamora la bien cercada hay una pequeña puerta a la que llaman portillo de la traición, sugestivo nombre que enseguida despierta mi interés como turista accidental: ¿qué le hizo merecer tal nombre? En sus inmediaciones hay un letrero explicativo que lo aclara: según cuenta la leyenda, por ella regresó a la ciudad el traidor Vellido Dolfos –hijo de Dolfos Vellido, que canta el romancero– tras haber dado muerte al rey Sancho II durante el cerco de Zamora (que, como bien rima el famoso dicho, no se ganó en una hora). Pero la historia tiene algo más de miga, y el letrero estimula mi curiosidad antes que saciarla.

Durante una de mis escapadas por la península Ibérica he recalado en Zamora, ciudad que tanta relevancia tuvo en la historia de nuestra nación y que tan escasa entidad política y económica tiene hoy (gracias sean dadas al Cielo en nombre de la pureza de nuestras localidades), para conocerla por amor que tengo a las capitales pequeñas e históricas y, de paso, por ver cuán bonita es su afamada semana santa.

Todo aquello de la traición ocurrió durante el s. XI, fértil en eventos trascendentes para nuestra historia: el rey Sancho II (primero que lo fue de Castilla) había puesto sitio a la ciudad en su campaña guerrera para reunificar los territorios que su padre, Fernando I de León y conde de Castilla, repartiera entre él y sus hermanos en un atípico testamento a ley de Navarra. Conviene saber que, antes de convertirse en reino, Castilla fue condado y estaba en manos de Fernando I, quien no obstante dispuso en testamento que, a su muerte, se dividiesen todos sus dominios en tres reinos (León, Galicia y Castilla) que asignó a sus hijos varones: Sancho, el primogénito, sería monarca de Castilla, mientras que Alfonso, el predilecto, heredaría León, quedando Galicia para el menor, García. De aquí se sigue, entre otras cosas, que no tiene sentido andar hoy con disputas sobe si León y Castilla deberían ser regiones diferenciadas, pues a duras penas fueron en la historia independientes: tanto el reino de León como el condado de Castilla estuvieron en manos de un único monarca y lo artificial fue su división más bien que no su unidad, ese capricho real de hacer un reparto entre los hijos en lugar de legar todo su territorio al primogénito, como era la secular costumbre.

Por cierto, hablando de tradiciones, toca decir aquí que no me han entusiasmado los pasos de las cofradías que he tenido ocasión de ver en mis tres días zamoranos. Me esperaba algo de más impacto, aunque no sé muy bien en qué sentido; pero encuentro que, en vistosos y solemnes, ganan los pasos sevillanos, y en apabullantes, los de Zaragoza. Eso sí: para compensar, me ha enamorado la gastronomía de Zamora: ¡qué lugar para tapear, Señor! Calidad, cantidad y precio, todo además a tiro de piedra, en apenas dos o tres manzanas.

Pues venía contando que, descontento el primogénito con el reparto dispuesto por su padre y considerándose legítimo heredero de todos los dominios, pronto se moviliza Sancho para intentar hacerse con las otras partes. Primero se alía con Alfonso y, juntos, despojan a García de su reino gallego; y años después marcha contra aquél, lo vence y se corona monarca de León, reuniendo así de nuevo, finalmente, los territorios que fueron de Fernando I. Mas aún le queda hacerse con la ciudad de Zamora, heredada por su hermana Urraca; y a tal fin poniéndole sitio es cuando entran en juego la puerta y la traición: cuéntase que un noble zamorano llamado Vellido Dolfos concierta durante el asedio una entrevista con Sancho fingiendo querer desertar del bando de doña Urraca, y que a solas que se vio con el monarca le dio muerte, regresando apresuradamente hacia la ciudad. Escamado por tal premura, Rodrigo Díaz de Vivar (el Cid, que era a la sazón lugarteniente del rey) sale en persecución del noble, pero éste logra escapar entrando en Zamora por  el dicho portillo. De ahí el nombre.

Lo que ocurre es que no hay constancia rigurosa de tales hechos: únicamente está acreditado que Sancho murió durante el sitio de Zamora, sin que se sepan a ciencia cierta las circunstancias, de las que sólo se tiene noticia por cantares y romanceros. Y es a la sombra de estas dudas que, en los albores del siglo XXI, el enfoque regionalista de una nación que parece sentir vergüenza de sí misma y que desde luego no quiere ser unidad de destino en lo universal empieza a prevaler, como la mala hierba entre la mies enferma: ya desde la constitución del 78 el pueblo leonés viene sin cesar protestando que nada quiere saber de Castilla (pese a haber sido ambos una y la misma cosa desde Fernando I, hace mil años), tergiversando la historia y poniéndose al nivel de otros independentistas que también ejercen el vandalismo sobre letreros y señales; y en la misma línea de infundadas reivindicaciones un alcalde zamorano decide en el año 2010 que la suya no es ciudad de traidores, y para intentar borrar toda memoria y rastro de la infamia legendaria resuelve –con pueril enfoque localista, a mi entender– cambiarle el nombre al portillo de la traición, que ahora se llamará de la lealtad en vista de que no hay evidencia histórica respecto a la muerte alevosa de Sancho II a manos de Vellido Dolfos y es evidente que “Zamora fue sobre todo leal a sí misma”.

Lo que pasa es que las razones ofrecidas no se tienen en pie y son, de hecho, contradictorias: si los zamoranos niegan la mayor –es decir, si afirman que los hechos del romancero son ficticios– entonces no cabe referirse a traición ni a lealtad algunas; para honrar a la verdad en tal caso tendrían que haber cambiado el nombre del portillo por otro que ninguna relación guardase con algo que –según las nuevas premisas– nunca ha ocurrido. Pero al sustituir la palabra traición por la de lealtad están admitiendo la verdad de la leyenda; es decir, están aceptando como cierto que un zamorano usó de bandera blanca para poder acercarse al monarca y perpetrar el magnicidio, ardid traicionero donde los haya por mucho que un ayuntamiento quiera vestirlo de lealtad. Así que una de dos: o niegan la versión que han transmitido los cantares y actúan en consecuencia, o la aceptan y nos convencen con plausibles razones de que es lealtad lo que se decía traición.

De hecho, lo han intentado: existe un ensayo teatral a cargo nada  menos que de un juez zamorano para dictaminar que, desde un enfoque jurídico moderno, Vellido Dolfos no habría sido declarado reo de traición, sino condecorado como héroe. Pero pienso yo que ni los hechos del siglo XI deben juzgarse con criterios del XXI, ni el sentir popular ha de plegarse a consideración jurídico-legal alguna: el pueblo juzga los actos de sus semejantes según su entender, y si a Vellido Dolfos lo tildaron de traidor, traidor fue para la historia y quizá no esté bien que vengamos hoy a enmendarles la plana a quienes fueron contemporáneos de los actores en esa leyenda.

Pero incluso entrando en el argumento semántico, resulta que “a traición” significa “de forma alevosa, faltando a la confianza”. La guerra tiene sus leyes escritas y otras, no escritas, que tal vez sean más válidas aún y desde luego las recoge el diccionario; y acercarse al enemigo bajo bandera blanca y promesa de deliberar, para luego asestarle un golpe mortal, es actuar a traición en la conciencia guerrera de la gente. De modo que si existió Vellido Dolfos y dio muerte a Sancho II como dice la leyenda, ese hombre obró a traición por mucho que fuesen “leales” sus intenciones para con Zamora, cosa por otra parte discutible porque los traidores, del bando que sean, no suelen conocer la lealtad.

Por último, encuentro otra objeción de naturaleza bastante más sutil y filosófica: ¿qué significa, en realidad, eso de que Zamora fue leal a sí misma? ¿A quién le debían lealtad los zamoranos? Decir a sí mismos es no decir nada, porque en aquel trance sólo se trataba de escoger entre un señor u otro, entre someterse a doña Urraca (nueva reina en exclusiva de la ciudad que antes pertenecía a Fernando I, y por tanto a León) o someterse a su hermano Sancho, que por ley o por conquista representaba de hecho al reino de León. En cualquier caso, ambos eran hijos de quien poco antes fue señor de Zamora, y que la legó a ésta como pudo haberla legado a aquél: como un objeto de su propiedad, ciudadanos inclusive. Así que, de un modo u otro, los zamoranos no habían de ser ciudadanos libres, sino vasallos de reyes; y de aquí que la supuesta lealtad no puede considerarse “de la ciudad para consigo misma”, sino para con uno de los dos hermanos.

Pero, puestos en la tesitura de elegir lealtades, que al final se traduce sólo en a quién pagar los impuestos, ¿no era mejor apoyar a don Sancho, que daba continuidad a la obra de su padre y engrandecía el reino –de hecho, un imperio–, engrandeciendo con él a todos sus pueblos y ciudades, antes que a doña Urraca, a quien se dio Zamora como quien regala una oveja sacada del rebaño? Puede este último argumento discutirse, y buenas razones habrá en un sentido u otro; pero lo que parece claro es que esa lealtad “para consigo misma” de Zamora en aquel trance, verdadero o ficticio, es todo menos “evidente” (como reza la versión del ayuntamiento), y más parece floritura dialéctica de este moderno enfoque, chauviniste y local, tan de moda en nuestra maltratada España.