El posadero se ocupa en el patio de entrada, con su mujer y sus dos hermanas, de llenar largos trozos de intestino, para hacer morcillas y colgarlas a secar. Añadiendo harina de cebada, ha podido atar más morcillas de las que le está permitido, pero no lo sabrá nadie. Una vez terminado su trabajo y lavados los últimos restos de la matanza, que ha durado todo el día, envía a los demás a dormir. Cuando está tomando el aire en el umbral y pensando en cómo preparará las mesas para la romería que quiere organizar el domingo en la pradera que hay ante su casa, llega un borracho, que le comunica su intención de matarse. Se ahorcará del primer árbol que encuentre, le dice. El posadero se ríe, cierra la puerta de la casa y se acuesta. Cuando, a la mañana siguiente, está arrastrando por el prado dos tablas para la barraca de tiro al blanco, descubre al borracho de la noche anterior en uno de sus manzanos. Efectivamente, se ha ahorcado. Sin embargo, como la romería debe celebrarse el domingo en ese lugar, el posadero no corre a avisar a los gendarmes para comunicarles el suceso, sino que corta la cuerda del cadáver, separándolo del árbol, y deja caer el cadáver en la hierba. Engancha un caballo y sube el cadáver a la carreta. Decidiéndose rápidamente, va con ella al bosque, que dista media hora de su casa. Amarra una rueda de hierro al muerto y lo tira a un estanque que hay detrás del bosque. De esa forma puede celebrarse sin tropiezo la romería. La gente se divierte entre la barraca de tiro y la mesa de comida al aire libre. Nadie sabrá nunca nada del borracho del municipio vecino, al que buscan durante días enteros pero al que olvidan pronto.
Thomas Bernhard, Acontecimientos y relatos