Virginidad. Qué palabra. Tan poco importante cuando se le presta importancia, y tan importante cuando no.
Para un padre o madre, es el invisible cordón umbilical que une a vástago con niñez. Es dependencia no escrita y uno de esos detalles que, como el final de las buenas películas, prefieres que no cuenten.
Qué palabra, sí… ¡Qué palabra! Es el sustantivo ladino omitido en la lírica, pero nombrado entre líneas para no dejar “la flor marchitar”. Si hay que obtener lo único, los hombres –especialmente los hombres- nos convertimos en jardineros, poetas, políticos… o taxistas, lo que haga falta. Todo sea por explorar tierra incógnita y ser más Amundsen que capitán Scott.
Y después está la virginidad compartida, la importante, la de montes, bosques y playas, la más codiciada por amplia y visible. Los espalda-plateada se vuelven locos por ella. Desean obtener réditos de la belleza, horadar lo inexplorado y fumar el cigarrillo de la consumación con una sonrisa (“¡ya verás cuando lo cuente!”). El desflorador es egoísta, se guarda el placer de poner una pica en Flandes pero no devuelve la llamada de Gaia. Los sinvergüenzas dominantes son pura torpeza, nunca han dado, ni darán, con el punto “G” de la naturaleza. Y menos, celosos de la libertad, tapándola con burkas de hormigón.
El País