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¿Y si gana el PRI? ¿Qué sigue? ¿Qué hacemos? Resistimos, por supuesto. Eso hemos hecho siempre, y no veo seña alguna de que no esta vez no podríamos hacerlo. Incluso lo haremos mejor. Tenemos mejores herramientas, otro músculo, voluntad a raudales y una juventud hermosa y furiosa que (hasta ahora) no ha permitido que esa furia le ponga topes a la elemental frialdad que permite las mejores acciones organizadas, las útiles, que no son las más frecuentes. El debate de hace unos días es la mejor prueba de aquello. La sorna despectiva de sus detractores, la mayor confirmación.
Resistir, otra vez. Como antes. Esta vez no habrá fraude en elecciones, de eso me he llegado a convencer gradualmente en estos días. Pero eso mismo me entristece, me pega rabietas y no deja de ser mi último pensamiento con la almohada y el primero al despertar: la tristeza agria, seca, amarga de intuir que el fraude, nuestro leit motiv histórico, ni siquiera va a ser necesario: lleva seis años operando, y ya llegó a buen puerto. Profético Monterroso: cuando despertemos, el dinosaurio otra vez va a estar ahí. Chiste cruel: por las urnas.
A diario me encuentro comentarios perplejos, autosuficientes: ¿Y con qué votos va a ganar el PRI? ¿Quién es lo suficientemente lerdo como para votar por él? Yo no conozco a nadie que vaya a votar por Peña ¿o tú si?. Atónitos, nos parece humanamente imposible que alguien en sano juicio y sin una pistola en la sien entre a las urnas a marcar la opción rojiverde. ¿Quién chingados votaría por el hombre bajo cuyo gobierno fueron violadas mujeres por policías federales, que mandó a la cárcel a comerciantes locatarios? ¿Quién va a votar por el homófobo, por el que autoriza que una investigación policial quede zanjada cuando el cadáver de una niña aparece debajo del cobertor? ¿Quién votaría por el compañero de banca de Yarrington, de los Moreira, de Romero Deschamps, de la hija de Romero Deschamps, de los perros de la hija de Romero Deschamps, de todos ellos, alumnos estrella de esa misma generación, del nuevo PRI? ¿Quién va a votar por el ex Secretario de Administración de un hombre que se ha fugado secuestrando a sus dos hijos y del cual nadie, en el propio partido del que es miembro, puede indicar su paradero? ¿Quién?
Habrá que darnos una respuesta que nadie parece atreverse a dar: votarán por él todos los que, de estar en el poder y de tener a la mano sus recursos, de ostentar la posición que él presume, actuarían igual y tomarían esas mismas decisiones. Y pocos, pocos, no son. Resulta difícil identificarlos: algunos son periodistas y otros albañiles, algunos líderes sindicales, otros desempleados. Algunos son jóvenes, otros son viejos. Algunos son periodistas, empleados de cualquier industria, y sí, más de un estudiante, por amargo que resulte el trago. Ninguno de ellos lo admitiría a pleno pulmón, ninguno lo diría en foros de Internet ni lo confirmaría públicamente, porque muchos de ellos ni siquiera lo aceptan a solas, ni en silencio.
La gran mayoría de ellos viven fuera del DF, fuera de las ciudades. Habitan, casi todos, esas zonas desoladas igual por bandas que por militares, regiones que cubren más de la mitad del país y en donde el día empieza con dos decapitados, termina con un antro incendiado y el fin de semana llega con una narcomanta y un retén. A nosotros, los capitalinos, los urbanos, los que terminamos la preparatoria o la universidad, los mediáticos, los que revisamos el periódico en línea, los que twitteamos, los que tomamos café y escuchamos noticieros, los que sabemos quién es Lorenzo Meyer o Juan Villoro, a nosotros nos resulta inconcebible, rastrero, imposible, el que en pleno siglo XXI, en la década de smartphones, Facebook y blogs, alguien pueda mantener los ojos cerrados y acepte quinientos pesos, una licuadora, una despensa o una gorra (¡una gorra!) a cambio de la intención de voto, o del voto mismo.
Al demostrar incredulidad ante el que hecho de que el PRI tenga votantes (y no pocos) nos hemos olvidado del México bronco, clientelar, corrupto, pero sobre todo del México profundo: el de más de la mitad del territorio que ha pasado ya cinco años bañado en sangre, salpicado en visceras, que barre cabezas de las banquetas, que camino a la escuela se encuentra con dos cuerpos colgados de un puente. En ese México, que no es pequeño ni minoritario, ahí puede estar esa masa de votantes que en silencio y en secreto añora esa Pax Romana del PRI que se entendía (y se entiende) tan bien con el narcotráfico, en tanta confianza, que se dejan trabajar el uno al otro sin estorbarse mutuamente, pactando, violando y destazando los dos al país, pero cada uno con sus medios y en sus áreas. Uno en la cocaína y en la explotación infantil, otro en Pemex y los movimientos magisteriales. Y todos tan tranquilos.
Se dice que en el México que vivimos hoy eso ya no sería posible, que este es nuevo, es joven y es moderno, pese a todo, pese a todos los Marín (sean Marios o Carlos) que andan sueltos por ahí. Pero nadie parece admitir que en la provincia, en el campo, fuera de los blogs como éste, de las cámaras, de los muros de Facebook, de los timelines, de las ciudades, de Yosoy132 y los foros de Internet hay un México tan desesperado, tan necesitado de sosiego y de calma a cualquier precio (léase bien: a cualquier precio) que por seis años de esa calma artificial votaría por el diablo. Y de alguna forma, eso hará. Ese México, en el que no hemos pensado mucho en estas últimas semanas, no es tan diferente al Chile que le abrió la puerta a Pinochet, a la Argentina que recibió a Videla, a la Europa que votó por el totalitarismo o a la Italia que sentó en la silla a Berlusconi, varios de ellos por medio de las urnas. De más está decir que ninguno de esos países eran, precisamente, villorrios iletrados ni aldeas marginadas de la civilización.
Dudo de verdad que el IFE esté coludido con alguien, pero tampoco tengo dudas de que ha sido lento, se le han ido las cabras, ha sido rebasado por varios flancos y ha sido inhábil al nadar contra una avalancha que debió preveer en su justa magnitud. La campaña ha sido tan corta que eso mismo ha jugado en beneficio del PRI; a nadie le ha dado tiempo suficiente de investigar nada con los letárgicos, somnolientos tiempos que caracterizan a nuestros sistemas de justicia. Y tampoco es culpa entera de ese sistema ni de su administración: es algo que debió investigarse desde mucho, mucho antes. El PRI está tomando al país, pues, con los pantalones abajo. Como al Tigre de Santa Julia. Y es que más sabe el diablo por viejo… y vaya que éste es viejo.
La pasión siempre ciega, y una pasión semejante a la de las próximas elecciones (inédita para muchos de nosotros) nos ha llevado a evadir de nuestra perspectiva uno de los escenarios futuros: el que indica que, pese a toda la amargura y pese a nuestros mayores esfuerzos, pese a lo cruel, irónico, desastroso que sería, en una votación perder también es posible. Es una patada a los huevos, pero una patada de huevos posible. Porque una votación, debemos recordar, no habla de la clase política ni de los gobernantes. Habla de los gobernados, y ciertamente una restauración priísta no es ni por error el gobierno que nos merecemos, pero tal vez sea el gobierno que nos buscamos, no en las elecciones, sino día a día.
Uno siempre escribe con el ánimo de tener la razón. Hoy escribo esto con el ferviente deseo, con la esperanza de estar equivocado. Con la fé puesta en que el 1 de julio por la noche esto que escribí sea gozosamente refutado por la historia y por los hechos. Ojalá. No saben cuánto deseo ser un vulgar pesimista, un apático, cuánto deseo que el 2 de julio todos me digan, en la cara, que estaba muy equivocado.
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