Contempla uno atónito las imágenes de la primera persona herida en disturbios callejeros entre partidarios y detractores de la gestión que ha realizado el Gobierno de la Nación en esto de la crisis del coronavirus. Un tipo como usted, gruesito tras sesenta días de encierro, con esa cierta alopecia que te llega a los 34 años, que portaba una bandera de España y estaba en medio de una cacerolada de esas, tan democráticas cuando no las sufres, tan condenables cuando son para criticarte.
No, no era uno de los famosos y repijos Cayetanos de las zonas pudientes y pijas de Madrid, era un cualquierucho sin importancia de Moratalaz, un barrio de Madrid donde la renta per cápita anual se sitúa por debajo de los 12.000 euros. Tal vez era un importante terrateniente, un luchador de grecorromana, quizás un esforzado autónomo, con seguridad un trabajador de la media. Lo mismo da. Es el primer herido que nos deja una de las tanganas que se empiezan a formar en las calles de la capital de España.
Algo gordísimo debió decir o hacer a un grupo de pibes, que en cuestión de dos segundos recibe un primer bofetón, luego una especie de puñetazo de arriba a abajo, y después una patada voladora, o al menos eso se ve en un vídeo que ronda desde ayer por todos los medios de comunicación. En otros sitios hay quien asegura que el herido previamente había pegado a tres transeúntes y derribado a un cuarto.
Relato, mucho relato. Los unos quieren demostrar con hechos que las protestas callejeras no son cosa de horteras de jersey al hombro y la criada tocando la cacerola en nombre de la jefa con las perlas al cuello, y que están siendo acosados por bandas organizadísimas y ultras expertos en reyertas urbanas. Los otros se sienten muy avergonzados del uso de la bandera de España y advierten de lo malísimo que es azuzar a la gente a que salga a manifestarse sin guardar la distancia de seguridad.
Compatriotas es la palabra de moda. Se usa tan alegremente por unos y otros que da hasta vergüenza ajena, sobre todo cuando es la bandera española la que aparece en medio de las refriegas como parte del decorado. Bonita forma de honrarla.
¿Quién pierde en esta guerra de guerrillas? Claro que sí, amigo, amiga, pierde usted. Pierdo yo. Y seguiremos perdiendo si el campo de batalla de las redes sociales -con un Twitter cada vez más pestilente, donde la gente se escupe en la cara escudándose en el más impune de los anonimatos-, termina por trasladarse a la calle.
Es lo que nos falta. A los inocuos aplausos en las ventanas siguieron las cacerolas aisladas, luego las vuvuzelas y más tarde el ruido en la vía pública, ahora la pelea y el primer herido, mañana será un contenedor quemado, pasado unas lunas rotas y en unos días igual se montan las primeras barricadas. Y en este clima escandalosamente prebélico tenemos concentraciones en coche convocadas en las principales ciudades españolas para el próximo día 23.
Mientras, los que deberían afanarse en resolver todo esto no hacen más que avivarlo de forma irresponsable. Si tú me escrachas en tu casa, yo lo hago en la tuya, ven y da la cara, te vas a enterar, ¿me estás amenazando?... Ese es el nivel medio de los más de seiscientos parlamentarios nacionales que, en un importante número, desde mediados de marzo no disparan chícharo.
¿Un acuerdo global donde quepamos la mayoría? ¿Transparencia en la gestión pública del que gobierna? ¿Un decálogo de propuestas alternativas y razonables desde la oposición? ¿Qué tal una reducción de escaños, dietas y/o prebendas como solidaria muestra de respeto hacia la ciudadanía? En eso no pensaron. Básicamente es más sencillo seguir profundizando en la división que lleva a la victoria, como lleva haciendo la alta política desde hace milenios.
Ya Julio César, entre otros grandes militares y dirigentes romanos, supo ver que no hay mejor forma de controlar una población que fragmentar a los grupos existentes, de manera que no puedan unirse por un objetivo común y, a la larga, formar un nuevo centro de autoridad que ponga en peligro las prebendas del que gobierna.
Sigamos, pues, sirviendo en bandeja unas deterioradas relaciones humanas entre vecinos (y compatriotas) a los que ya ni podemos pedir que observar la distancia social, y a ver si pronto las listas de heridos y detenidos superan a la de muertos por coronavirus.