Una de las primeras cosas que descubrimos después de ser madres es el auténtico miedo. Un miedo que va más allá de lo físico, emocional y racional en el ámbito de lo personal. Es el miedo porque esa pequeña cosita que ha llegado para revolucionar nuestras vidas, sufra cualquier mal por pequeño que sea. Es un miedo al que nos vamos acostumbrando. Los primeros días nos despertamos sobresaltadas varias veces para comprobar que nuestro pequeño todavía respira… pero según pasa el tiempo lo vamos integrando y asumiendo en nuestra vida personal. Siempre está ahí, pero no es limitante ni asfixiante.
Lo bueno que tiene es que siempre hay algo que compensa, y ese gran miedo se ve compensado de sobra por la capacidad de nuestros pequeños de amarnos, simple y llanamente por el mero hecho de ser sus madres. Es un amor inocente, puro, incondicional, no hemos hecho nada más para ganarlo y merecerlo que el hecho de haber gestado y parido esos pequeños cuerpecitos y traerlos a este mundo. Un poco de magia reproductiva que se ve compensada con creces por esas miradas y gorgoritos, esos besos babosos y esos abrazos. Ese amor incondicional por la propia madre que nos acompaña toda la vida.
Y no es algo que nos hayamos ganado. No. Nos ha tocado la lotería. El amor de un hijo es independiente de lo “buenas” o “malas” madres que seamos, según que estándares apliquemos. No hay mayor cura de humildad que darte cuenta de que tú has traído al mundo a esas personitas y que ellos son quienes deciden amarte incondicionalmente, a pesar de o a causa de tus defectos y virtudes.
El amor de un hijo es. Es irremediable desde el momento en que existe el vínculo madre/hijo. Existe. Y es un vínculo tan fuerte que es capaz de sobrevivir incluso a las circunstancias más adversas. La madre o el padre son como dioses que todo lo saben, todo lo que hacen es bueno.
Yo me siento privilegiada por tener el amor de mis hijos. No me engaño y pienso que me quieran por ser buena o mala persona. Me quieren simplemente porque soy su madre. Ni más ni menos. Y por mucho que me equivoque en mis acciones diarías o por mucho que acierte, me seguirán queriendo. A no ser que se agote el amor, obviamente.
No me engaño y pienso que sea perfecta y que todo lo haga bien. Ni mucho menos. Yo he ejercido la violencia contra mis hijos. A veces verbal, a veces física. A veces por acción y a veces por omisión. Hay quienes me acusan de “aparentar ser perfecta” y “tener un coro de palmeras que me dan la razón”. Pues no quiero ser perfecta, pero aspiro a serlo. Y si no aspirara a serlo, no sería yo misma.
Reconozco que usé el método Estivill de adiestramiento del sueño con mi primer hijo. Y también que después aprendí que no era lo mejor y coleché con este hijo y con todos los demás. No porque sea mejor o quiera ser perfecta, sino porque era y ha sido lo mejor para nosotros. Reconozco que he dado un cachete a mis hijos en más de una ocasión y no me siento orgullosa de ello. Reconozco que he usado amenazas y castigos para que se comporten como yo he considerado adecuado en un momento dado. Reconozco que casi a diario se me escapa un grito hacia ellos o pierdo la paciencia. Reconozco que no soy la madre zen que me gustaría ser,...
Pero también reconozco que lo reconozco, no me siento orgullosa de mis errores, pero intento aprender de ellos y, sobre todo, asumo estos errores delante de mis hijos. Les pido perdón, por pegarles o por gritarles, les digo que ellos no tienen la culpa. Que mis cabreos y enfados son míos, y que el hecho de que alguna cosa que hagan ellos conduzca a “mi cabreo” es responsabilidad mía y que ellos nunca deberían sentirse culpables.
Hoy hablabámos en la comida. Les he dejado claro que un niño nunca es culpable de la actitud violenta de un adulto (sea física o verbal). Que es el adulto el que tiene que gestionar sus sentimientos y su violencia y nunca culpabilizar a un niño. Que si un niño no puede confiar ni en sus cuidadores primarios cuando un adulto ejerce la violencia contra él, entonces ese niño está indefenso. Quiero que tengan claro que ellos nunca tienen la culpa. Que la violencia la traemos su padre o yo, en nuestras mochilas, y aspiramos a poder gestionarla de la mejor manera posible sin dañarles a ellos en el camino.
Solo me siento bien como madre, en tanto en cuanto aspiro a que estas cosas no vuelvan a pasar. No soy una madre perfecta, no quiero serlo, pero el amor incondicional de mis hijos me obliga a estar en constante evolución para estar a su altura, a mirar hacia mi interior, a intentar cambiar lo que puedo cambiar, a intentar sacar el mejor partido posible de lo que no puedo cambiar. El amor incondicional de mis hijos me obliga a recordar cada día el privilegio que es ser amada por ellos.