La frase, emitida por un jurista profesor de la Universidad del Rosario, produjo un consenso entre los doce asistentes, seis de ellos abogados. Más allá de su connotación irónica, lo que el aserto pone de presente es la naturaleza eminentemente política de un problema que, por lo mismo, tiene que resolverse en términos políticos.
Las ordenaciones naturales culminan en usos sociales y las ordenaciones sociales, en normas jurídicas. Lo mismo, expresado en otro nivel epistemológico, equivaldría a decir que el fin del derecho es la justicia y el fin de la política la convivencia. Puede haber derecho injusto –incluso guerra justa- pero no puede haber convivencia violenta.
El siglo xxi –que comenzó con los años noventa- trajo consigo conciencia de pluralidad y, con ella, el convencimiento de que la guerra no es una continuación de la política por otros medios. En ese marco la idea relacional de la política cambia sensiblemente: su razón de ser no es la confrontación sino el acuerdo.
El siglo xx nunca pudo superar un enfoque binario, cuya ideologización redujo la política a una relación entre buenos y malos que, naturalmente, no podía resolverse ni en el derecho ni en la política. Como ambos lados negaban el derecho del otro, la política resolvía esa negación a través de la guerra.
Pero las guerras del siglo xx alertaron sobre el fin de la humanidad como posibilidad cierta. Hiroshima, Nagasaki y Okinawa –que son las más grandes vergüenzas del género humano- se cometieron a nombre de la civilización. La respuesta europea fue apostarle a un experimento de unión en la diversidad que, trabajosamente, sigue construyendo.
Sin embargo los gringos y los soviéticos impusieron su visión violenta de la política. No sin razones la paz ulterior a la segunda guerra europea se conoció como la guerra fría. Sirvió para perpetuar una ideologización agresiva y funesta, que preservó la vieja idea de que la guerra es una forma de hacer la política por otros medios.
Con esa tesis, en 1964, el presidente Guillermo León Valencia ordenó bombardear unas supuestas ‘repúblicas independientes’ en el sur del Tolima. Eran reductos guerrilleros de la violencia del medio siglo, prisioneros de la malhadada teoría de la combinación de las formas de lucha. También para ellos la guerra era otra forma de hacer la política.
El conflicto armado colombiano es hijo de la guerra fría y de la revolución cubana. Se produjo y se mantiene por razones políticas que hallan estímulo en las tesis tribales que comento. Lo degradó el contagio del narcotráfico y lo pervirtió el terrorismo propio de todas las guerras. Pero sigue siendo un problema político.
Los problemas políticos exigen soluciones políticas y, cuando son excepcionales, exigen respuestas también excepcionales. Los abogados no tienen mucho que decir en La Habana y mejor harían en callarse. Si es que necesitan alguno, nadie mejor que el propio presidente del equipo negociador. A los otros ya les llegará su momento.
*Ex senador, profesor universitario, @inefable1
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