Transitaba yo mi primer año como profesor de idiomas, era muy joven aún, había códigos -como está de moda decir- que no llegaba a comprender. Daba clases de español en un instituto que tenía más nombre que alcurnia, cerca de la estación Oxford Circus. La primera clase del período había transcurrido con normalidad, había explicado algunas reglas de fonética y otras menudencias, pero fue en el segundo encuentro que todo ocurrió: Cuando comencé a explicar la diferencia entre los verbos ‘ser’ y ‘estar’ -tema complejo para los angloparlantes, valga resaltar-, uno de los alumnos, Matthew era su nombre, se levantó y me dijo:-Usted no puede enseñar ni verbos ni tiempos verbales, profesor, porque yo soy portador del sida.Le pregunté cuál era exactamente el inconveniente, ya que no conseguía entender su razonamiento. Me respondió con otra pregunta.-¿No se da cuenta de que no tengo futuro, de que mi presente es precario y de que mi pasado es lo que me arruinó?Lo detuve en seco y le dije que no podía hacer nada por él, que era imposible enseñar un idioma soslayando los verbos y sus tiempos, que tenía que respetar a los demás, quienes -por cierto- se mantenían en un educado silencio inglés.-Usted me está marginando, voy a la secretaría a quejarme de su actitud- afirmó y salió de la sala. No me preocupé, yo tenía razón, pero al terminar mi actividad de aquella tarde, el director del instituto me llamó para decirme que sería necesario que le preparásemos un curso especial para aquel joven, pues las leyes británicas se habían vuelto muy estrictas con el tema de la discriminación y no quería que su instituto fuera denunciado. Acabé dándole clases particulares a Matthew, en las que -acordamos- apenas trabajaríamos un tiempo verbal que no afectaría su salud: El futuro indefinido, tiempo éste que había inventado especialmente para él. Al final, logré que todo funcionara y quedamos en buenos términos.Pasados veinte años de aquel suceso, me encontré con Matthew en las rebajas de invierno de Primark, estaba prácticamente igual, sólo que se veía un poco más grueso y lucía las sienes cubiertas de canas. Me contó que tenía dos hijos, que ninguno de ellos padecía el mal y que llevaba con su familia una vida de lo más normal y tranquila. Nos despedimos con un abrazo largo y sentido. Me di cuenta de que lo había sorprendido mi emoción, pero no me animé a explicarle la causa.
Después de todo, habría sido tan fácil, sólo debía confesarle que desde hacía dos años me habían detectado el virus y que ya no enseñaba más tiempos verbales.