Revista Arte

El propio sentido de cada cosa, su necesidad, su inferioridad y su importancia.

Por Artepoesia
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Las cosas, todas, tienen su necesidad, disponen de sentido sólo por el hecho único de ser, pero no por el hecho de que sean imprescindibles, únicas o relevantes para entender el todo caótico, inmensurable, devastador y despiadado del universo. ¿Cómo se sostiene que las cosas no sean para todos lo mismo? ¿Qué las hace diferente? ¿Por qué? Es como en el Arte, toda creación es especial, es particular en cada escena, en cada expresión de lo que el autor ha querido realizar, también desde su peculiar modo de combinar tonos, líneas, sombras, trazos, curvas, contrastes y luz. Ésta, la luz, es lo que nos permite ver la escena, la representación de esa creación. El pintor la dibuja con colores cálidos, con la fuerza de los tonos ajenos al negro y que nos acercan a distinguir, a comprender, lo que vemos. Pero, ahí no hay luz. No existe en el propio cuadro ninguna energía que de por sí genere luz. Esa virtual energía, que aparenta luz, sólo es un reflejo inerte que vibra, que recrea ahora lo que está latente, que únicamente puede llegar a ser cuando la verdadera luz, la energía real, se acerca ya a sus contornos, y, entonces, vive.
La flauta mágica fue una ópera estrenada por Mozart dos meses apenas antes de morir, en septiembre de 1791. La historia que relata fue escrita por un vienés masón que utilizó así su pasión teatral para reflejar los principios en los que creía. Uno de los personajes principales es La reina de la Noche, que manipula a los seres que desea para conseguir sus propósitos maliciosos, oscuros, inconfesables, pero ciertos. Tiene una hija, la princesa Pamina, que, iluminada y decidida ya, se marcha ahora con el rey Sarastro, personaje antitético de La reina nocturna. Pero ésta cree, equivocada, que la princesa ha sido secuestrada por él, o, mejor, prefiere pensarlo así. Para recuperarla idea una maquiavélica situación: buscará a un príncipe, Tamino, para que sea éste el que recupere, seduciéndola, a Tamina. Es la lucha de las tinieblas con la luz. La oscuridad no puede así vencer por sí sola ningún obstáculo iluminado, tiene que requerir los esfuerzos emocionales, los subterfugios más deshonrosos ahora, para alcanzar vencer así la luminosidad de la verdad, de la sabiduría y de la vida.
Confundidos andamos sin saber que cosa destina la vida a cada parte de nosotros en el contorno universal de una existencia. ¿Qué color divisaremos en cada momento de nuestra realidad? ¿Qué escenario recreará alguna vez nuestra sensación más recordada o vivida? ¿Qué elementos nos atará a nuestro sentido, a lo que creemos que es nuestra decisión?, pero que, la mayoria de las veces, sólo es una necesidad superior a nosotros, una contingencia más grave, más incomprendida y detestable. Por que podemos pasar de un escenario a otro del mismo modo que podemos pasar de ver un cuadro a otro. Ésto no nos hace variar nada de nosotros mismos, sólo alcanzamos, si acaso, a entender a distinguir las apariencias de las distintas tonalidades, a compararlas mejor, a valorarlas también. Cada cosa tiene su propia valía, no es que no sean nada, han nacido de los mismos colores, de los mismos gestos artísticos de la genialidad. Ahora, reflejan además la misma luz, la misma que ilumina una belleza excesiva de la misma que un escenario aséptico, convencional, alegre y relajante; la misma, también, que descubre una lacerante y odiosa, incomprensible y oscura realidad.
Cuando el pintor, ilustrador y poeta inglés Edward Lear (1812-1888) quiso recorrer mundo para plasmar los escenarios más exóticos junto a los más conocidos, compuso una vez un paisaje mortecino, agreste, solitario, sin vida casi en una de sus visitas a Oriente Próximo. Pintó en 1858 Masada, la zona montañosa judía devastada por los romanos cerca del Mar Muerto en el siglo I, en Palestina. Pero ahora no aparece más que una elevada cima parcialmente iluminada, en un plano demasiado cercano, con el infértil mar al fondo. Casi todo monocolor, anaranjado, desérticamente anaranjado. Hay sin embargo una luminosidad ambigua, las sombras todavía poseen parte de su esplendor, porque debe ser que la luz no domina del todo y ésta está inclinada, o para nacer o para morir. No hay nada más, hasta el cielo padece con la falta de vida que el escenario todo expande hasta el último rincón de lo que encuadra. Dos años después, Edward Lear pinta un paisaje diferente del todo en su Inglaterra natal. La vida, la feracidad de la vida, sus verdes colores, su cielo azul, su escenario calmado con una luz diferente, donde las sombras no abruman ya, sólo forman parte armoniosa de la luz. No ha cambiado más que la latitud en lo fundamental, pero, sin embargo, todo es diferente. ¿Lo es realmente, o, con la luz, sólo lo parece?
(Óleo del pintor Henri Fantin-Latour, Reina de la Noche, 1896; Cuadro Destino, 1971, del pintor español Manuel Ruiz Pipó; Óleo del pintor Sascha Alexander Shneider (1870-1927), La emoción de la dependencia, 1900?; Cuadro Otoño en el río Támesis, 1877?, del pintor victoriano francés James Tissot (1836-1902); Lienzo del pintor Edward Lear, Paisaje de Nuneham, 1860; Pintura de Edward Lear, Masada y Mar Muerto, 1858.)

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