El puente comienza como cualquiera de las películas que Alfredo Landa protagonizaba por aquella época. Juan es un mecánico de automóviles asalariado, que cumple bien con su trabajo, pero carece de amor al mismo, sobre todo porque, como sus compañeros, es objeto de explotación laboral. Lo único que espera de la vida es la llegada de los escasos periodos vacacionales para montarse en su moto, la Poderosa, y salir a ligar con la primera chica que se ponga a tiro. Y si son suecas, mejor. A la salida del trabajo, con un puente por delante, los planes le salen mal a Juan. Así que decide hacer más de quinientos kilómetros con su moto para pasar una noche en su paraíso soñado: Torremolinos, en una época en la que viajar de Madrid a Málaga no consistía en un largo paseo, sino en una pequeña odisea.
Con este planteamiento inicial, el espectador poco avisado supondrá que estamos ante una nueva muestra de ese género cinematográfico al que dio nombre el protagonista: el landismo. El discurso del personaje y sus maneras son las mismas de las películas precedentes, pero hay algo que va cambiando sutilmente y esto es que el macho ibérico se va encontrando en su camino (El puente es un insólito ejemplo de road movie española) con ejemplos poco edificantes de la realidad del país en el que vive: la pobreza extrema en los pueblos de Castilla, la explotación al jornalero, la buena vida de los señoritos, la represión de las libertades o la buena elección que hicieron los que emigraron a Alemania. Juan, que siempre se ha jactado de vivir para sí mismo, va tomando conciencia, un poco a su pesar, de como está desperdiciando su vida en pos de sueños quiméricos, de ligues de mentira que poder contar luego en el trabajo. Es muy significativo que, cuando por fin llegue a Torremolinos, en la mañana del último día, la playa esté vacía, como si todo fuera un gran engaño. Entonces, el macho ibérico completa su transformación en hombre concienciado.
Con El puente, estupendo retrato de la época de la transición, Alfredo Landa también completó su particular transición como actor y comenzó a ser candidato a papeles cada vez más serios y complejos, hasta llegar a su culminación como intérprete, el inolvidable Paco el bajo de Los santos inocentes. Ver cualquiera de sus películas estos días es el mejor homenaje que se le puede rendir a un intérprete excepcional que supo adaptarse como ninguno a los tiempos en una carrera extraordinariamente prolífica.