El puente sobre el río Kwai

Por Lamadretigre

Cada cierto tiempo me dan unos arrebatos de madre amantísima que suelen pasarme una abultada factura. Son momentos de enajenación mental en los que me da por emular a esas madres cibernéticas que están todo el día tomando cronuts y jugando con sus niños a lanzarse un frisbee de madera en frondosos parques cosmopolitas.

Si, como yo, caen de vez en cuando en la tentación de pintar su vida en tonos mint, no se engañen, es todo un montaje. Sospecho incluso que Central Park no es más que un decorado de cartón piedra de la Metro Goldwyn Mayer.

Yo suelo arrepentirme de embarcarme en estas hazañas antes incluso de salir de casa. En el momento mismo en que mis hijas empiezan a acribillarme a preguntas de toda índole. Que si dónde vamos. Que si con quién vamos. Que qué vamos a hacer. ¿Habrá algo de comer? ¿y de beber? Que no sea agua con gas que a mí no me gusta… Y así hasta la muerte por interrogación.

Luego viene el momento de acarrear los bártulos y las niñas hasta el coche,  poner a cada una en su silla reglamentaria, el trayecto con todas cantando a voz en grito y, como colofón, aparcar. Por supuesto tú con eso no habías contado. No, tú habías visto de pasada la playa en el río y te habías montado tu película de madre ideal de la muerte. Que el parking más cercano estuviera a más de un kilómetro no se te había pasado por la cabeza, ocupada como estabas imaginándote con el vestido de flores vaporoso que jamás has tenido en tu armario.

Aparcar, aparcas. En una carretera de cuarta con más tráfico que Benidorm en Agosto. Pero ahora ¿dónde demonios está el río? A falta de un plan mejor echáis a andar. Treinta y cinco minutos y tres ampollas después llegáis al río, pero ni sombra de la playa de piedras blancas que habías visto, o creído ver, desde el coche.

A falta de playa aceptamos pradera. Que si, el césped muy verde y las flores muy monas. Pero también hay bichos y toda suerte de ramas dispuestas a taladrarte el coxis. Sacudes la manta de cuadros, aposentas a tu prole y sacas los cuatro albaricoques tristes y la botella de agua medio vacía que hacen las veces de merienda campestre. Y a callar todas que no hay nada más sano que un albaricoque bien verde, de los que hay que afilarse los incisivos para hincarles el diente.

En el momento justo en que acomodas tus posaderas sobre la dichosa manta salen todas escopetadas en direcciones opuestas. No has ni abierto la boca para proferir la retahíla de advertencias varias cuando La Cuarta está ya con el agua por la rodilla. Con los zapatos puestos. Of course.

Como ese día te has levantado zen optas por ojos que no ven pies que no se enfrían. La Tercera entre tanto anda cual Iñaki Perurena levantando piedras a cada cual más grande. La Primera ha encontrado el único peñote de la zona, el que está a huevo para abrirse la crisma, y lo ha convertido en su barco pirata. La Segunda se hace pis.

Si no fuera porque le estás dando el pecho a La Quinta cogerías los bartulos y pondrías pies en polvorosa. Pero no puedes. Así que optas por sintetizar un poco de vitamina D. En ese momento, La Quinta te sonríe como sólo ella sabe. Alzas la vista y ves a las otras cuatro lanzando piedras al agua y pasándoselo bomba. Hace bueno, nadie llora y sopla una brisa de lo más agradable. La foto perfecta.

Este idilio instagramero dura, exactamente, veinticinco minutos. hasta que La Segunda ya no puede aguantarse más las ganas de ir al baño. Inspiras, sólo te quedan los treinta y cinco minutos de peregrinación hasta el coche, el parking del infierno, el trayecto de vuelta, la cena, los baños, los cuentos y los malos humos. Todos esos trozos de tu vida que nunca salen en las fotos.