El Real Madrid ganó la Copa del Rey con un gol que será tan inolvidable como el que consiguió Cristiano en 2011. La diferencia es que no habrá foto que lo recoja. Tendrá que ser un vídeo el que muestre cómo Bale corrió desde el centro del campo y cómo esquivó a Bartra, desviando su carrera por delante del banquillo del Barcelona, fuera de los límites del terreno de juego, para luego volver y recuperar la ventaja perdida, para por fin marcar de tiro raso por debajo de las piernas del portero. Por una vez, y durante unos días, no se extrañen si sueñan con centauros.
Sucedió en el minuto 84, pero la final se había engrandecido antes, cuando Bartra logró el empate de cabeza (67’), una igualada inesperada, sin relación con lo que estaba ocurriendo. El fútbol es indescifrable. El niño-central rescataba al Barcelona por pura resistencia a la derrota, la que ningún otro veterano compañero había mostrado. Primero quemó los guantes de Casillas con un disparo durísimo. Después le batió con un cabezazo excelente. No tener memoria es no tener complejos. Que nos disculpe si le hemos juzgado por su cara de crío; nunca le volveremos a pedir que se deje bigote (aunque no le sobrará).
Bartra salvó la dignidad de un Barcelona que en el último instante pudo forzar la prórroga. Pero Neymar tropezó con un poste. O permitan que me corrija: tropezó con Casillas. En esa última jugada, el ángel de Iker se manifestó en todo su esplendor. Hasta el propio portero admitió su buena fortuna y, atrapada la pelota, regreso a la madera para agradecer su ayuda.
Ahora es fácil decirlo, pero el Madrid siempre tuvo más claro el plan. Por algo es un equipo de ida, ansioso de gloria, con todo por conseguir, el chico nuevo en la ciudad. El Barça, en cambio, cabalga de regreso, en plena puesta de sol; digno, pero cansado. Mantiene el talento, eso nunca se marchita del todo, pero ha perdido la alegría. La ventaja de estar juntos tanto tiempo se ha convertido en un inconveniente. Es como si el equipo sufriera la crisis que afecta a los matrimonios a los siete años, cuando las parejas ya se saben el final de cada chiste. De tanto verse, los jugadores ya ni se reconocen. Ningún ejemplo mejor que Messi, una sombra durante toda la final. Casi un impostor.
El asunto no es tan raro. Con el Barça hemos ido más allá del final feliz que termina las películas de amor. Hemos visto lo que ocurre después del beso, o lo que es lo mismo: después de los 16 títulos. La realidad es cruda: proseguir es acabarse. Si el protagonista de Titanic no se hubiera congelado en las frías aguas de Terranova hubiera terminado como Homer Simpson, gordo y divorciado de la viejita adorable. No es agradable descorrer la cortina.
A los seis minutos, el Madrid ya se apuntaba dos ocasiones de gol, ambas de Bale. Dos contragolpes, naturalmente. En el primero chutó cruzado, fuera, con más fuerza que colocación. En el segundo, en posición de pivote de balonmano, su tiro fue taponado por Mascherano.
Al rato, marcó el Madrid, y lo hizo plenamente, porque anotó el gol y grabó una muesca en un poste del Barça; de ahí viene la expresión en su origen (“mark”), cuando en los campos de la prehistoria no había ni máquina ni operario que contabilizara los goles. Fue un contraataque espléndido, imposible ganar tantos metros en menos toques: Isco, Benzema, Bale. Di María, por fin, batió a Pinto con un zurdazo algo mordido y manifiestamente parable.
El Madrid se replegó y cultivó las contras como quien cultiva bonsáis. Con mimo. A cambio, entregó campo y balón. Lo que en otro tiempo hubiera sido una temeridad apenas le incomodó esta vez. Aunque Ancelotti no ejerce, la defensa tiene un reluciente barniz italiano. Lo de Di María es conocido. Es un buen futbolista que disfruta corriendo, algo tan extraño como una vedette que gozara guisando.
El Barça, pese a los achaques, no tardó en reponerse del gol del Madrid. Tomó el balón y dominó el juego. Llegó a la frontera del área grande, desplegó el mapa y trató de hallar caminos, siempre guiado por Iniesta. Los encontró por las bandas. El problema es que jugó para un nueve que no tiene, porque un día se decidió que no era necesario, o porque los delanteros centros estorban a Messi; alguien creyó que la felicidad duraría para siempre. El hecho es que Alba, Neymar y Alves cabecearon a duras penas, y siempre en inferioridad, los centros que volaron desde los extremos. Hubo algo heroico en ese empeño, pero también patético.
El Madrid siempre estuvo más cerca del gol y el gol siempre estuvo más cerca de Bale.Chutó al palo, lamió el larguero y marcó un tanto anulado por Mateu que, si atendemos a la condición de local del Barça, estuvo primorosamente casero.
El gol de Bartra ya está contado: lo marcaron el fútbol y la juventud, maravillosa combinación. Lo merecía la historia del Barça. El desenlace atendió a los méritos del partido. Había hecho más el Madrid y nadie había empujado más que Bale, ese purasangre que a partir de hoy será todavía más rápido, porque correrá más ligero.