La derecha política -que gusta describirse como de “centro” pero que abarca desde la extrema derecha hasta el centro propiamente dicho del abanico ideológico (demócratas cristianos, liberales, nacionalismos periféricos, etc.)- y la derecha económica -que jamás ha renunciado al botín que expropió durante la dictadura franquista ni a su predilección por gobiernos conservadores, a los que financia abierta o subrepticiamente (véanse los cuadernos de Bárcenas)- estimulan cuando detentan el poder el auge de estos radicales al sentirse amparados por quienes deberían respetar y hacer respetar las leyes, mantener el orden público y velar por que no se avasallen los derechos de los ciudadanos, de todos los ciudadanos. Estos grupos ultras se sienten fuertes, gozan de supuesta impunidad y reciben la conmiseración de los correligionarios que, instalados en diversas instancias oficiales, profesan admiración al dictador franquista o muestran añoranza por un régimen que cometió crímenes abominables y es contrario a los valores democráticos y constitucionales.
Si los elegidos en democracia para cargos públicos, de un determinado partido, hacen alarde de sus nostalgias reaccionarias, con claro desprecio a la legalidad constitucional con que se han dotado los españoles, no puede resultar extraño que sus “cachorros” ideológicos se comporten con la radicalidad violenta que estiman necesaria para “imponer” sus ideas a quienes no las comparten o las repudian. Existe un caldo de cultivo que genera este resurgir de los “fachas” irredentos, capaces de cometer delitos contra la libertad de expresión o de incitar el odio, la discriminación y el racismo en sus actos vandálicos. Proliferan cual setas en un ambiente que les es propicio y son perfectamente conocidos, pero en absoluto originales. Se dedican a “copiar” de sus mayores o de lo que hacen otros, a los que emulan.
Alianza Nacional, España 2000, entre otros, son grupúsculos que promueven una violencia gratuita por motivos racistas y buscan un populismo fácil con “azañas” calcadas de “Amanecer Dorado”, partido nazi de Grecia, al equiparar inmigración con delincuencia y acusarlos de invadir España, en actitud intencionadamente xenófoba. En Málaga, por ejemplo, se concentran ante el consulado griego para protestar por la detención de los líderes de aquella formación nazi helena, concentración que había contado con la oportuna bendición de la Subdelegación del Gobierno en Andalucía.
Otro grupo, en Belchite, se dedicó a destrozar la fosa común del cementerio antes de asistir a una misa franquista celebrada en la localidad vecina de Codo (Zaragoza). Y en internet es fácil descubrir imágenes y vídeos que miembros de estos grupos cuelgan en actitud amenazante y de provocación, prolijas en saludos nazis y simbología fascista.
Tanta desfachatez, como la que exhibe la extrema derecha española en estos tiempos, ha de poner en alerta a las autoridades de nuestro país, por mucho que mantengan una complacencia vergonzante, pues la espiral de violencia que puede generar es sumamente peligrosa y de consecuencias incalculables. Máxime cuando están dispuestos a la confrontación visceral y violenta, al convocar manifestaciones, el próximo 12 de octubre en Barcelona, contra el derecho a decidir y por la españolidad de Cataluña. O las movilizaciones anunciadas por grupos violentos de extrema derecha en Zaragoza, para ese mismo día, en desagravio por la explosión de un artefacto depositado en el interior en la Basílicadel Pilar, que no tuvo víctimas y apenas ocasionó daños materiales.
No se trata, pues, de acciones irresponsables realizadas por jóvenes y nostálgicos del franquismo, sin capacidad crítica para discernir el significado ni las consecuencias de sus bravuconadas, sino de una manifiesta campaña de acoso e intimidación de todo cuánto suponga un obstáculo o una resistencia al triunfo total y absoluto de la derecha. Se trata de un rebrote del “facherío” perfectamente teledirigido y que, cuando interese, será oportunamente controlado y anulado. Es una manera torticera -y violenta- de influir en la voluntad de los ciudadanos y alcanzar lo que en las urnas no consiguen: la adhesión inquebrantable.