No me reconozco, ha huido a las praderas soleadas de mi mocedad aquel muchacho jocundo y risueño que soñaba con engullir el mundo en el seno de los sueños de colores que viajaban en el vagón de la ambición y la férrea determinación.
El reflejo en la botella lapida mi conciencia con el estribillo del perdedor que sabe que su tiempo ha expirado, y que la felicidad negada tomó un atajo para verter su cosecha en otras vidas ajenas.
Esa copa de vino me reclama y susurra en mi oído letanías de adicción, y yo cedo, sumiso, vacío de voluntad, como un espantajo con alma de trapo y corazón transido de dolor. Me acerco a la ventana de mi alcoba, sobresaltado y emocionado por el sonido lírico de una risa infantil: es una niña, abrazada a su madre quien emana tan dulce canción. Su padre le hace cosquillas y le revuelve el precioso cabello dorado. Mis ojos se tornan opacos y quedan anegados por la cellisca del llanto. La botella de vino me reclama a su lado, celosa de esa familia dichosa que por un instante me ha devuelto el alborozo y las ganas de vivir.