Lo anterior viene a propósito de lo siguiente: Hace poco finalicé “Cañas y barro” [leer reseña aquí], una sencilla novela que el escritor Vicente Blasco Ibáñezpublicó en 1902. Blasco Ibáñez (1867-1928), un valenciano que participó activamente en política (siete veces diputado por Valencia en el Parlamento nacional), fue un periodista y escritor de novelas que vertía en sus relatos, poniéndolos virtualmente en pie, los ideales socio-políticos que defendía desde su escaño de diputado. Su ideario político consistía en el republicanismo regionalista valencianista (organizó y lideró en Valencia un movimiento de masas, al estilo de los que comenzaban a implantarse en Europa, cuyas bases eran el nuevo proletariado industrial y el antiguo artesanado). La lectura de esta novelita me ha hecho reflexionar sobre lo poco que se ha avanzado en los asuntos de la organización político-social española, en el ‘apalancamiento’ en que unos y otros están/mos instalados en nuestro país. Pero no sólo”Cañas y barro” me ha llevado a pensar en nuestro país. Su lectura me ha provocado una reflexión sobre este regionalismo que viene de antiguo, que parecía superado por la globalización y los actuales movimientos asociacionistas supranacionales de todo tipo y que, sin embargo, renace con fuerza inusitada.
Vivimos tiempos convulsos. El domingo 6 de diciembre de 2015 en la liberal y abierta Francia las candidaturas reaccionarias del Frente Nacional ganaron la primera ronda de las elecciones en seis de las 13 regiones donde éstas se celebraban. Resulta paradójico observar que en el país considerado más centralista y unificado exista una cierta inercia centrífuga que lleva al ciudadano a refugiarse en la periferia regional donde todos se conocen y existen unas coercitivas reglas de comportamiento muy claras. Frente al anonimato e innovación procedimentales propios de las grandes urbes, en momentos de crisis como los vividos últimamente por ese país diríase que los ciudadanos quieren que los miembros de la comunidad sean homogéneos, marquen todos el mismo paso a fin de detectar al ajeno, al de fuera, al posible agresor.
¿Y todo esto tiene algo que ver con la literatura?, se preguntarán algunos. Pues todo y nada; nada y todo. No hay que pensar que la literatura es inocente, que los autores y/o lectores viven en una torre de marfil alejados de las contingencias mundanas cual si de practicantes integristas de una religión se tratase. En España no es nueva esta lucha entre fuerzas centrípetas y fuerzas centrífugas, aunque sí es diferente. En mi país desde hace tiempo (mucho mucho tiempo: algunos lo llevan hasta la época de la alta edad media o más lejos todavía) han existido tendencias contrarias a la unificación en un proyecto común. Pese a ello hubo momentos en que la marcha conjunta de todas las tierras (“Las tierras, las tierras, las tierras de España" a las que cantaba Rafael Alberti) fue total; me refiero a los siglos XVI, XVII y XVIII en los que poco a poco fueron cayendo regalías, portazgos y aranceles separadores en pro de una comunidad hispana común. Pero fue sobre todo el racionalismo dieciochesco con sus anhelos de progreso el que más hizo por la eliminación de particularismos anquilosantes. Ahora bien la historia nos enseña que todo en el mundo es pendular, todo es de ida y vuelta, a grandes inundaciones siguen enormes sequías, a hambrunas brutales hartazgos mortales…
Eso será lo que suceda en el XIX, siglo de reflujo en el que –los franceses de nuevo- los ideales teóricos y los avances científicos manifestados durante la Ilustración se pretendió ponerlos en pie, materializarlos y hacerlos realidad extendiéndolos “filantrópicamente” por el universo mundo. Las fuerzas conservadoras e inmovilistas reaccionaron refugiándose en los valores antiguos –los “fueros viejos”- que resistieron el empuje del Progreso que venía impuesto “manu militari” por los ejércitos napoleónicos.
Vencido el Progreso por la Reacción ésta buscó argumentación válida en el movimiento romántico que por esas fechas triunfaba vigoroso en Alemania y Francia. Era preciso buscar munición justificatoria en el pasado al que los reaccionarios enemigos de la igualdad, libertad y fraternidad se aferraban. Literariamente ésta se encontró en la prosa histórico-legendaria romántica que en España realizaron vascos como Antonio Trueba (“Cuentos populares”), Francisco Navarro Villoslada (“Amaya o los vascos en el siglo VIII”), el mismo Sabino Arana (“Los últimos íberos” ), o Arturo Campión (“Don García Almorabid”), mitificando todos ellos el antiguo ruralismo de la zona y convirtiéndolo en falsa realidad dado que el País Vasco se había metido de lleno en una industrialización sin vuelta atrás. Del mismo modo en Cataluña surgieron en esa época autores como Ramón López Soler (“El caballero del cisne”) o Antoni de Bofarull (“L'orfeneta de Menargues” ['La huerfanita de Menargues']) que novelaban historias legendarias de la zona. Pero será el teatro al que la burguesía catalanista acudía habitualmente el que más difundirá en esta región esos aspectos costumbristas locales rescatándolos con frecuencia del pozo de la historia. Autores importantes en esta senda fueron Víctor Balaguer (“Don Joan de Serrallonga”, 1868) o Eduard Vidal i Valenciano(“Tal faràs, tal trobaràs” ['Quien mal anda, mal acaba'], 1865).
El Costumbrismo que surge durante el Romanticismo será la veta originaria de la que saldrá el Realismo-Naturalismo en el que se refugiarán no pocos autores como Blasco Ibáñezpara difundir, como ya he dicho antes, sus ideales socio-políticos regionalistas.
Es evidente que la lectura siempre tiene interés y que leer sirve para reflexionar “una mica sobretot” [un poco sobre cualquier cosa].¿Sirve de prueba este artículo?
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ACLARACIÓN.- El artículo anterior es reproducción exacta del aparecido en el pasado número de enero de la revista "EmblOgriuM", de cuyo contenido ya hablé aquí hará cosa de un mes o así, Me parece que el momento que estamos viviendo justifica reflexiones como la anterior.