El regreso de Mary Poppins quizá no haya colmado del todo las expectativas, pero es justo reconocer el esfuerzo de los productores por mantener en la secuela el espíritu de la obra original, en la que tanto se implicó Walt Disney. Emily Blunt quizá no tenga el carisma de Julie Andews (¿o es solo nostalgia?), pero compone a una Poppins reconocible, entrañable, coqueta y extravagantemente encantadora.
Si la acción de Mary Poppins se situaba en el Londres de la década de 1910, ahora nos encontramos en la misma ciudad y en 1930, en plena depresión económica. Jane (Emily Mortimer) y Michael (Ben Whishaw), los niños de la familia Banks, son ahora adultos y se encuentran en una difícil situación. Jane sigue soltera y seriamente comprometida con las causas sociales. Michael enviudó, tiene tres hijos, pocos ingresos y una casa en peligro de embargo. Un peligro que el viento del Este parece haber soplado a Mary Poppins, que se presenta de nuevo en la casa de los Banks. La niñera tendrá como aliado al bueno de Jack (Lin-Manuel Miranda), un optimista farolero.
La cinta ha contado con un generoso presupuesto de 130 millones de dólares; un guión escrito a tres manos por David Magee, Rob Marshall, John DeLuca, a partir de los libros de P.L. Travers; la colorista fotografía de Dion Beebe, ganador de un Oscar; las canciones que han compuesto Marc Shaiman y Scott Wittman; y breves apariciones de otros conocidos actores: Meryl Streep, Colin Firth, Angela Lansbury o el mismísimo Dick Van Dyke, en un guiño al filme de 1964. Y tanta calidad se nota en el espectáculo que nos brindan.
La película es “descaradamente” positiva. Y lo es, en mi opinión, por dotar a los personajes de un aire capriano: Jane, Michael y sus hijos, Jack…, parecen sacados de Qué bello es vivir, o de Juan Nadie, o de Caballero sin espada. Virtudes como la honradez, la veracidad, la capacidad de sacrificio, la generosidad o la solidaridad campan a sus anchas por los 130 minutos de metraje, para disfrute de pequeños y grandes. Sí, aquí el malvado no tiene sitio.