Maurice Blanchot
" data-orig-size="1280,720" sizes="(max-width: 545px) 100vw, 545px" aperture="aperture" />Soñemos a nuestra vez con este supuesto parentesco del sueño con la escritura, no diré con la palabra. Seguramente, el que se despierta experimenta un curioso deseo de contarse las cosas, e inmediatamente busca un auditor matinal al que quiere hacer partícipe de las maravillas que ha vivido y a veces se queda un poco sorprendido de que este auditor no se maraville de ellas como él. Hay sombrías excepciones, hay sueños fatales, pero la mayor parte del tiempo estamos felices con nuestros sueños, estamos orgullosos de ellos, con ese orgullo ingenuo que conviene quizá a los autores y seguros de haber hecho, al soñar, obra original, incluso si negamos estar en ellos para alguna cosa. Habría, no obstante, que preguntarse si una obra como ésa pretende verdaderamente hacerse pública, si todo sueño trata de divulgarse, aunque fuera ocultándose.
En la antigüedad sumeria se recomendaba relatar, contar los sueños: se trataba de liberar de ellos lo más pronto su poder mágico. Contar era el mejor medio de alejar sus consecuencias funestas, o bien se decidía inscribir sus signos característicos en un terrón de arcilla que enseguida se tiraba al agua: el terrón de arcilla prefiguraba el libro; el agua, el público. La sabiduría del islam parece, sin embargo, más segura, al dar al soñador el consejo de escoger bien a aquel a quien se confiará e incluso de guardar su secreto, antes que entregarlo a destiempo: “El sueño, se dice, es del primer intérprete; no debes relatarlo sino en secreto, como se te dio… Y no cuentes a nadie el mal sueño”.
Contamos nuestros sueños por una necesidad oscura: para hacerlos más reales, viviendo con alguien diferente la singularidad que les pertenece y que parecería no destinarlos más que a uno solo, pero más aún: para apropiárnoslos, constituyéndonos, gracias a la palabra común, no sólo en dueños del sueño, sino en su principal autor y apoderándonos así, con decisión, de ese ser parecido, aunque excéntrico, que fue nosotros durante la noche.
Maurice Blanchot
Soñar, escribir
La amistad
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¿Y qué sería un buen relato? Una historia que le interesa no sólo a quien la cuenta, sino también a quien la recibe.
Un buen ejemplo es el relato de los sueños. El que cuenta un sueño afronta los problemas que tienen los narradores que creen que las historias que les interesan a ellos les van a interesar a todos, porque claro, cuando uno cuenta un sueño, cuando uno dice “soñé con la casa de mi infancia”, eso tiene para el narrador una significación extraordinaria, porque uno recuerda muy bien lo que era esa casa de la infancia, pero hay que saber transmitir ese sentimiento. Entonces, un buen narrador no es solamente el que tiene la experiencia, el sentimiento de la experiencia, sino también aquel que es capaz de transmitir al otro esa emoción.
Y cuando me cuentan un sueño -lo digo también un poco en broma- trato de ver si estoy yo en el sueño, si aparezco ahí, porque eso haría al sueño un poco más interesante, o más peligroso quizá, pero en todo caso yo estaría implicado en esa historia. La narración depende de esa implicación. Está siempre ligada al que recibe el relato. Se acelera o se distiende según el interés que produce, y ésa es una clave de la tradición oral de la narración.
Ricardo Piglia
Modos de narrar
La forma inicial
Foto: Maurice Blanchot