El relato El libro, la segunda entrada más visitada de nuestro sitio

Por Agora

No volváis a preguntarme cómo comenzó esta sorprendente historia, pues después de hoy, no querré recordarla.
Hacía más de diez meses que dejé de vivir en el mundo de la realidad, de la gente normal, en vuestro mundo. Desde entonces, posiblemente mucho antes, llevo como llave de mi puerta a la tristeza, el desánimo, y las ganas de acabar con una vida que no me interesa, que se me hace muy pesada.
Aquella tarde bajé pronto a Molina y ese invierno del 2007, no sé si lo recordáis, fue especialmente apacible, aviso de los trastornos medioambientales que estaban alterando a las plantas y a los animales. No había vuelto a salir de mi casa desde la fatídica tarde del 2 de diciembre, cuando gente a la que consideraba mis compañeros me clavaron con saña retorcidos dardos de odio, lo que me postró durante tres días bajo los efectos de los tranquilizantes. Miré la pantalla del teléfono móvil: las 20,00 horas. ¡Aún quedaba una hora para la Tertulia de los Jueves!
Lo del móvil no era cosa mía, os lo aseguro, pero mi mujer se empeñó en que lo cogiese y lo conectase, por si necesitaba llamarla. Yo sé, sabía entonces, que ella temía que me volviese a encontrar con aquellos cuatro personajes y que no pudiese resistir la ansiedad. Pero únicamente se presentó Ilya, y recuerdo que no me incomodé, algo dentro de mí anhelaba seguir considerándolo un amigo, aunque sus dardos, aquel aciago dos de diciembre, fueron los que más profundamente me laceraron.
Me sentí arropado por otras inesperadas amistades y así, una tarde de jueves de diciembre, asistí casi sin intervenir a lo que se denominó la tertulia perfecta.
Perfecto todo. Pero, ¿qué ocurrió en aquella hora, desde las veinte a las veintiuna horas para que hoy deba contaros, sin quererlo hacer, esta historia?
Volveré al principio. Vivo en La Alcayna, una urbanización cercana a Molina de Segura, y soy un amante de los libros. Mis mejores ratos suelo pasarlos en las librerías, en Demos, en Diego Marín, en González Palencia, en Antaño, incluso alguna que otra vez voy a Escarabajal por el simple placer de rodearme de libros. Por eso me encaminé, desde la oficina de empresas de Cajamurcia, hacia la Demos; aún podría mirar durante media hora, hasta su cierre.
Me sorprendió no encontrarme con Justina, la propietaria, sino hallar una nueva dependienta, nunca la había visto, pero por su edad no era de esas jóvenes empleadas extranjeras que proliferaban en tiendas, gasolineras, supermercados y bares. No, aquella señora frisaría los cincuenta años y, por como se desenvolvía entre los libros, debía llevar mucho tiempo allí.
Encontré muy cambiada la tienda, con nuevos libros en las estanterías, algunos parecían muy viejos. Recuerdo que una vez mi amigo Jesús Maeso (éste sí es un amigo) me comentó la pretensión de Justina de poner a la venta el elevadísimo número de ejemplares antiguos que ya no sabía cómo apilarlos en la trastienda. ¡Y yo me encontraba allí solo, rodeado de maravillas que llamaban a mi inoportuna curiosidad para que encontrase ese libro que nunca busqué! La dependienta respondió a mi saludo con un gruñido y se sentó tras la pantalla de un ordenador, ¡otra sorpresa!, pero me miraba más a mí que a lo que la informática le estuviese mostrando, pues algo le mostraba. De vez en cuando observaba, por el rabillo del ojo, cómo los diferentes colores de la cambiante pantalla se reflejaban en sus gafas.
Ya frente a los libros tuve la misma agitación que le supongo a Jasón frente al Vellocino, en la Cólquide; o a la pirata Morgan Adams, ante el tesoro enterrado en la Isla de las Cabezas Cortadas; el mío era de enormes proporciones, allí abundaban incunables muy antiguos, algunos escritos en lenguas muertas hacía más de cinco siglos, manuscritos y acuarelas que maravillarían a Amparo Alegría, más que una amiga, una hermana.
La mayor parte de los libros estaban escritos en árabe (lo que no es usual en las librerías de antiguo que conozco, y menos en la bibliografía que le suponía a la propietaria del establecimiento), y otros muchos en latín, donde inmediatamente me llamó la atención determinados nombres que destacaban en los títulos: Yuggoth, Azathoth, Beelzebuth, Jezbeth, Ascaroth, Beemothde. Os podéis suponer cómo me temblaba la mano cuando la acercaba al lomo de cualquiera de aquellas joyas literarias, fechadas en 1624, 1002 o en 950. Tras de mí había una mesa, y os juro que escuchaba apagados lamentos, muy lejanos aleteos de murciélagos e incluso algo que describiría como sinuosos roces de pezuñas sobre el suelo. No quería volverme, pero no podía evitarlo.
Eché una furtiva mirada a la dependienta, que clavaba en mí sus oscuros ojos negros, agazapados tras las gafas. Y me giré, sí, mi esquizofrénica voluntad estuvo buscando aquél momento desde el mismo día en que nací.
Allí, mirándome, estaba el Libro de Jawaharlal, traducido de la versión griega de Olaus Wormius por el franciscano capuchino Torres Oliver en el año 738. Sus 760 páginas aguardaban a que mi mano las hiciesen suyas. ¡Qué craso error! Ahora sé que aguardaban a hacerme suyo desde aquel lejano 20 de octubre de 1958.
Había leído que la versión original, la que nació de la mano del nigromante Jawaharlal, fue escrita en piel de recién nacidos y encuadernada en tapas de piel de dragón decapitado en la noche de un martes de luna llena, pero aquella que había frente a mí tampoco era una encuadernación usual al año de su origen, el 738. Pero eso os lo contaré más adelante, pues ahora estaba ante una desconocida dependienta, en el interior de una librería que mi conciencia se negaba a reconocer como la Demos, a punto de adquirir un libro que no debía existir.
No recuerdo haber preguntado el precio, sólo que ella sonrió y en sus ojos se dibujó la confirmación de que yo me lo llevaría. ¡Cuánta maldad purulentaban aquellos ojos, me es imposible describírosla, porque la lengua humana no lo puede narrar!
No lo dudé. Cogí el libro y, aunque el tacto de la encuadernación me produjo arcadas de asco, pagué y salí como huyendo de la misma muerte, mientras a mi espalda creí oír las carcajadas de una demente dependienta.Entonces nada de lo que ocurría me extrañaba, inocente de mí, ni tan siquiera que aquel enorme libro cupiese en la cartera de hombro que, durante los dos últimos años, me acompañaba. Y así me incorporé a la perfecta Tertulia de los Jueves que coordinaba Javier Abellán, y así me encontré en un perfecto marco mientras mi mente viajaba de placer lejos del lugar, casi os podría decir que me olvidé de lo que palpitaba a mis pies, el maldito Libro de Jawaharlal, pero aquello era otro engaño que, en las fatídicas horas próximas el propio libro me obligaría a aprender a base de dolor y miedo.
Llegué a casa sin acordarme de lo que contenía mi cartera, lo cual achaqué a uno de los efectos de la medicación que estaba tomando. No me apetecía ver la televisión y me subí a la cama (está en la planta superior del duplex donde vivo), para buscar el sueño mientras terminaba de leer Oeuvres Posthumes, del poeta árabe Abdul Alhazred y, en efecto, debí quedarme dormido pronto, pues cuando retomé la lectura vi que no había leído más de dos poemas. ¡Y qué poemas! No sin razón los lectores de todo el mundo suelen calificar a Alhazred como demente.
Me desperté a las cuatro de la mañana, la casa permanecía en silencio, y fría, muy fría, casi tiritando me vestí el chándal y bajé a la cocina para conectar la calefacción. Entonces escuché unos pasos muy ligeros y un petrificador pánico me agarró la voluntad. Por las ventanas se filtraba la mortecina luz de las farolas de la calle y del jardín, y en ellas se apoyó mi ánimo para mirar y descubrir, con el placer de poder volver a respirar, que nadie había en la casa.
Así, me disponía a regresar al dormitorio cuando, nuevamente, aquellos ligeros pasos desviaron mi atención hacia mi despacho. Anduve hacia él y las venas en las sienes se me hincharon con el esfuerzo, mientras un pánico irracional se iba apoderando de mí. Abrí la puerta y me encontré ante una oscuridad tan profunda que no parecía de este mundo. Entonces recordé el libro que permanecía encerrado en mi cartera. ¡Dioses, qué frío!
Mientras lo sacaba, los perros aullaron larga y estremecedoramente, pero ya no podía hacer otra cosa que leerlo. La luz era insuficiente para quebrar la espesa oscuridad, y lo coloqué en el atril mientras mi alma se llenaba de un temor reverencial.
Leí. Dios Santo, no sé cómo lo hice. Desde las primeras líneas la oscuridad fue apoderándose de mí, como si se tratara de un ser animado que me abrazaba, mientras descubría la malignidad que podía anidar en el alma de los hombres. Quise dejar de leer, gritar, llamar, pero el pánico pegaba mi lengua contra el paladar, impidiéndomelo y, bajo un insoportable hedor a sangre, seguí leyendo, entrando en bostezantes abismos de horror y conociendo palabras tan abominables que quemaron mi fe hasta los cimientos.
Mi alma se secó, aunque sufría un hambre estremecedora de seguir leyendo, de conocer aquellos abominables nombres que no pueden ser repetidos en voz alta y, mientras avanzaba, la monstruosa huella de algo se apoderaba de mí. Sí, tuve tiempo de echar una mirada de locura a mi alrededor, pero no veía nada, la más pasmosa de las oscuridades me envolvía y, sin embargo, podía leer las repelentes líneas. Yo, sin saberlo, me estaba sometiendo al nefando influjo del poder de Jawaharlal.
Leí, leí, leí hasta enloquecer y, cuando cerré el libro, toda la sección de la pared del despacho giró sobre chirriantes goznes y me encontré en una estancia donde la oscuridad empujaba a la luz como una cosa viva. Allí había una silueta indefinida, informe, monstruosa y me hablaba, algo que sonaba como Yog Shothoth, Yog Shothoth...
Había algo tras ella, vislumbrado apenas, como una imposible escena cómica, cuatro o cinco figuras, que me eran vagamente conocidas, posiblemente humanas, alrededor de una mesa, y repetían echadlo, echadlo… no vi más.
Pronto, la espeluznante revelación de la malignidad me llamó hacia un lugar que no debía existir. Grité, grité, pero de mi boca no salió sonido alguno y millones de carcajadas brotaban del libro.
La silueta informe se acercaba, y yo, sentado aún a la mesa del despacho, sentía cómo ésta se desplaza hacia el otro lado de la invisible línea que representaba la pared de la habitación. Luché con la desesperación de la locura, sintiendo cómo las entrañas se me escapan por el abdomen, e intenté aferrarme a la eterna ley de la naturaleza, mi mente babeaba buscando un ancla, algo imposible donde me encontraba, pues el suelo resbalaba a causa de la sangre.
Grité, grité, pero no había sonido. Ya casi sentía el asfixiante aliento de la abominable cosa cuando el intenso sonido de los inexistentes goznes retumbó otra vez. Entonces escuché mi propio grito, lejano, muy lejano, y la indescriptible cosa desapareció.
Debí desmayarme, pues no recuerdo más.
Cuando desperté el sol de la mañana me acariciaba la espalda y ella, mi mujer, me movía el brazo para avivarme.
El atril estaba vacío, todo salpicado de rojo, de sangre reseca, la interrogadora mirada de ella buscaba una respuesta, pero no me atreví a hablar. Miré a uno y otro lado y dibujé un simple gesto con los hombros. Más tarde convinimos que sufrí un derrame nasal que salpicó toda la mesa mientras leía. Hay un pequeño desfase: ¿dónde está el libro que leía mientras me desmayé? Y aquellos orificios en mi mano izquierda que no consiguen cicatrizar y que desprenden un hedor insoportable.
Como os contaba al principio, no revelaré nada más. Es tal el horror que viví que mi entendimiento se niega a recordarlo.
Pero sí os diré que regresé a la Demos para hablar con la dependienta que me vendió el Libro, sin éxito. Me encontré a una sonriente Justina y la saludé, supongo que haciendo el más grande de los ridículos. Regresé por la tarde-noche, a las veinte horas, sin resultados. Volví el jueves siguiente, a la misma hora, y otra vez estaba allí Justina. Para no parecer el tonto del pueblo compré dos ejemplares de La vida en llamas, un interesante poemario que deseaba leer y regalar. Mientras me cobraba, me llené de valor y le pregunté por la dependienta nueva. Me miró extrañada, nunca había tenido dependienta. Bueno, le dije, pues tu amiga, la que se queda en tu lugar cuando sales. Tampoco. Me confesó que ojalá tuviese alguien que le permitiese ese alivio. Cuando alguna obligación la requería, se veía forzada a cerrar.
Entonces me di cuenta que los libros que descansaban en los estantes eran los de siempre, ni rastro de los tesoros que descubrí dos jueves antes. No me atreví a preguntar, temiendo que me tomase por loco. Pagué y escapé de aquel lugar que me agobiaba, como alma que lleva el diablo.
Sé lo que vi, sé lo que vislumbré, y ambas cosas, la visión de lo desconocido y de lo conocido me resultaba repelente. Quiero olvidar. Pero no puedo. Las heridas de mi mano siguen ahí, palpitando al llegar la noche, escuchando los intensos chirridos de inexistentes goznes que abren las puertas de blasfemos mundos, llevándome a profundidades de horror incomprensibles, obligándome a tomar cada vez dosis más elevadas de risperdal. Francisco Javier Illán Vivas