El rellume VII: La máscara de Fu Manchú, el grito chino amenaza los continentes

Publicado el 10 octubre 2010 por Esbilla

La máscara de Fu Manchú (The Mask of Fu Manchu)

Director: Charles Brabin

1932

EEUU

68 min.

Fotografía: Tony Gaudio

Música: William Axt

Guión: John Willard, Edgar Allan Woolf, Irene Kuhn según la novela de Sax Rohmer, The mask of Fu Manchu, 1932

Reparto: Boris Karloff, Lewis Stone, Karen Morley, Charles Starret, Myrna Loy, Jean Hersholt, Lawrence Grant, David Torrence, Ferdinand Gottshcalk, C. Montague Shaw

La máscara de Fu Manchú no solo es el mejor acercamiento del cine sobre la figura del archivillano total, del peligro amarillo encarnado creado por Sax Rohmer, sino un pulp cinematográfico de primer orden, de orden superior a cualquier otro de hecho. Lo es por diversas razones, por las literarias, hay una captación inmediata de ambientes atmósferas y lógica interna del género como nunca se ha visto; se recoge sin adulterar el racismo paranoico (los chinos, como totalización de lo oriental, son invariablemente aduladores, obsequiosos, educadísimos y…unos traidores viciosos), el supremacismo británico involuntariamente cómico (por grosero) de los originales -la cinta no solo desborda chistes y diálogos brutales a este respecto, tanto en boca de los héroes como del pérfido tres veces doctor, sino que, en un momento de máximo dramatismo e imposible victoria, Nayland Smith con todo su ego británico y en medio de una inferioridad manifiesta reclama en nombre del gobierno británico que Fu Manchú se dé preso y libere a sus amigos. A un paso está de decir aquello de “No somos dioses, pero somos ingleses, que es lo más parecido”, que Peachy Taliaferro Carnehan soltaba en El hombre que pudo reinar-, y por las puramente cinematográficas, a la cabeza su arrolladora narrativa, puro tebeo audiovisual anclado también en las técnicas del serial, es un carrusel de peripecias nonstop, donde una ocurrencia sucede a otra, donde un escenario imposible es sustituido por uno aun más delirante, aún más delicioso.

Audaz sincretismo arquitectónico que fusiona orientalismo, modernismo, art decò, racionalismo y escuela Bauhaus (curiosamente en 1934, Karloff volvería a interpretar un film en el cual el diseño de interiores y la arquitectura de estos dos estilos tendría una importancia plástica capital; el Satanás de Edgar G. Ulmer)  para plasmar en glorioso blanco y negro al más grande malvado retrofuturista de todos los tiempos y lograr una obra maestra  simultanea del entretenimiento popular y del vanguardismo artístico del siglo XX.

La puesta en escena brilla de modernidad pulida, el presupuesto luce en cada plano (no hay que olvidar que el film está producido por la MGM, quien pagó a Universal para utilizar a un Boris Karloff recién salido de su atronador triunfo personal con Frankestein), algo en los que esta realización supera ampliamente a los más modestos trabajos sobre el personaje que el productor independiente Harry Allan Towers impulsara en los 60 con diversos directores (Don Sharp, Jeremy Summers, Jesus Franco) que si bien son innegablemente divertidos y conservan cierto encanto, además de beneficiarse de unos magnéticos Chirstopher Lee como Fu Manchú y Tsai Chin como su pérfida hija, adolecen de una lujo (asiático) lo suficientemente potente como para compensar otros aspectos. Entre ellos la mediocridad general de esos autores mencionados entre paréntesis. Aquí el genio e inventiva del muy poco visto Charles Brabin (démosle a él todo el mérito por más que fuera Charles “Gilda” Vidor quien la comenzase), exitoso pionero de larga carrera durante el mudo y marido, nada menos que de la vamp Theda Bara, es disparado por esa misma riqueza presupuestaria, gastada en escenográfia y vestuario (diseños de los enormes Cedric Gibbons y Adrian, respectivamente) de atronadora belleza y excesos. Además Brabin no se deja comer por el envoltorio, sino que hace de él un elemento primordial de la historia, lo dramatiza en momentos tan afortunados como la sesión quirúrgica que convertirá al desprevenido héroe en su esclavo (un descomunal quirófano franqueado por dos enormes escaleras con un no menos enorme siervo negro en cada escalón) o el plano de presentación del mismísimo Fu Manchú, a quien no se  filma frontalmente sino mediante una espejo que deforma su rostro volviéndolo más grotesco y espantoso. Con ello logra un film que es un divertimento arrollador, pero también una oscura fantasía tétrica, casi un comentario del presente o una advertencia del futuro inminante, como muy bien se interpreta aquí:La casa del horror

Muchas de estas virtudes nacen de la misma naturaleza pulp de la película pero otras tantos son hechas posibles por el mismo periodo en el que fue rodado, los primeros años treinta de Hollywood, más específicamente el llamado periodo pre-code. Es decir ese ínterin de 4 años durante el cual, el nefando Código Hays, era una advertencia pero no una obligación a la que, prácticamente, nadie hizo caso hasta que en 1934 la Legión Católica de Decencia presionó al Senado con el objeto de garantizar su estricto cumplimiento. A partir de entonces ningún film, nacional o extranjero, podía ser estrenado sin antes obtener el sello “regulador”. Esto se mantuvo sin modificaciones hasta mediados de los 50 y fue finalmente derogado en 1966. De tal manera en esos tres/cuatro años de gracia, Hollywood experimentó su edad más libérrima y erótica hasta prácticamente cuarenta años después y esta joya que es La máscara de Fu Manchú, no permanece ajena a ese esplendor perverso. Dejando aparte el recital de vilezas del innombrable (incluidos imaginativos aparatos de tortura) o la visita de Nayland Smith a un fumadero de opio como cliente encubierto (aunque ciertamente no consuma), lo verdaderamente glorioso se centra en una personaje/interpretación irresistible: Fah Lo See, la hija más mala que su muy malo padre a quien encarna, con sensual deleite, la magnífica Mirna Loy. Irresistiblemente erótica pese a salir por completo envuelta en una estilizado vestuario que no impide que se la presente, de palabra y obra, como una verdadera mantis, una depredadora sexual de retorcidos apetitos: cuando el joven protagonista interpretado por el guaperas Charles Starret es hecho prisionero unos imponentes negrazos lo desnudan de cintura para arriba, lo cuelgan de unas cadenas y, a la enfebrecida orden de Fah Lo See comienzan a fustigar su torso. Una ceremonia sadomasoquista y voyeurista animada por gritos de “más rápido, más rápido” y primeros planos de placer desencajado de la Loy.

Esta mixtura abracadabrante de barroquismo, vicio, ingenuidad y delirio, cristaliza en una arrebatadora traslación de la mismísima entraña de la literatura (y la ficción) popular, en una ilustración insuperada del genio patafísico del mal “orient style”, en una exhibición de crueldades y sentido del humor, de misticismos arcanos e ingenios de ciencia ficción, de la espada de Genghis Khan contra el generador de Van de Graaf.