A las nueve cada noche (Our Mother’s House)
Director: Jack Clayton
1967
Gran Bretaña
104 min.
Fotografía: Dennis Lewiston
Música: Georges Delerue
Montaje: Tom Priestley
Guión: Jeremy Brooks, Pamela Davis según la novela Our Mother’s House, Julian Gloag, 1964
Reparto: Dirk Bogarde, Margaret Brooks, Pamela Franklin, Louis Sheldon-Williams, Mark Lester, John Gugolka, ,Sarah (Phoebe) Nicholls, Gustave Henry, Yootha Joyce, Parnuum Wallace, Claire Davidson
Uno de los mayores y más curiosos méritos de A las nueve cada noche es su inconcreción espacio-temporal que facilita, con sutileza y elegancia la posibilidad de edificar otra virtud mayor directamente emanada de esta: la creación de una sociedad propia, de una cultura y de una nación incluso, dotado de todas las características necesarias para la independencia: tradiciones, cultos, leyes, moneda…
El perfecto, y siniestro, equilibrio de esta polis autárquica de niños será roto por el elemento foráneo y moderno (adulto, además), desestabilizador por ambas causas ya que altera el orden interno, delicadísimo, con su nueva política y a la vez inocula de manera definitiva el tiempo real, la Inglaterrade mediados de los 60 en el contexto dickensiano de la mansión infantil. Un lugar/espacio más alegórico que físico, situado en un orbe cultural decimonónico, cerrado, totalmente opuesto al swinging London circundante. No es de extrañar que frente a los colores ocres, mates, apagados, de estricta sobriedad, que presiden la ropa de los niños, la casa misma, los muebles o incluso el jardín, los elementos de distorsión, los forasteros nuevamente, estén simbolizados por el pelo rojo de la asistenta entrometida (Yootha Joyce, por siempre la insufrible señora Ropper) y la bufanda blanca y el sombrero pork pie del padre falsario Charley (Dirk Bogarde con su habitual talento, pese a que el actor esté imposibilitado de fabrica para resultar zafio y vulgar de modo natural).
Al contrario que en el cine infantil de Alexander Mackendrick, nunca mejor definido que en el título de su biografía: Inocencia letal (Lethal innocence: the cinema of Alexander Mackendrick, Philip Kemp, 1987), donde los niños ejercen una influencia inconscientemente devastadora, destruyendo a los adultos, en el de Jack Clayton al ecuación es no tanto inversa como ambivalente: los niños destructores han sido previamente destruidos estableciéndose una círculo que solo un acto de violencia extrema puede romper.
De tal modo y en multitud de sentidos A la nueve cada noche, adaptación, como todas las películas de Clayton, de una obra preexistente; en este caso el Our Mother’s House de Julian Gloag (libro que Editorial ECI parece dispuesto a recuperar), que no he leído con lo cual ignoro el grado de fidelidad al mismo, aparece como una coherente prolongación de los abismos de ¡Suspense!, esto es The innocents, de la cual retoma, entre otras muchas cosas, el tono cruel, el gusto gotizante y la penetrante intensidad psicológico-atmosférica, siempre tortuosa, siempre sinuosa. La presente es, de nuevo, un cuento de naturaleza abiertamente perversa, repleta de aristas que establece una serie de juegos de poder. Primero entre los propios hermanos y luego, de modo aun más complicado, entre ellos y el elemento adulto, potencial destructor de la comunidad que han edificado al traer nuevas leyes, tradiciones, etc…
En un primer momento son los dos mayores y más maduros, Elsa y Hubert, los que toman las riendas decidiendo ocultar la muerte de su madre y decidiendo dejar su vida tal y como está, manteniendo (y cimentando) los principios de su familia/nación/cultura. Pero una vez se hace efectivo el culto a la madre muerta con la construcción de un “tabernáculo” en derredor a su tumba, decorado con los muebles y objetos de la muerta, nace un culto/religión de maneras paganas pese a su exaltado catolicismo (casi primitivo). Entonces son los dos medianos los que pasan a dominar, con una delectación obvia por su posición de poder, y el film se enrarece pegajosamente hasta culminar con la escena del castigo a al pequeña Gerty: le cortan el pelo por haberse paseado en la moto de un desconocido y haberle dado un beso en la mejilla. Un acto, todo el, de absoluta inocencia infantil interpretado por la desquiciada psique de Dunstan, un auténtico fanático religioso con evidentes desviaciones sádicas. Pero lo más espeluznante no es esto, ni mucho menos, es el acto mismo de la reunión y la aceptación del resto de los hermanos de la nueva religión y sus leyes, transmitidas, en trance, por la perturbadora Diana (la genial Pamela Franklin recuperada por Clayton para otro rol de asombrosa complejidad) quien ejerce como medium, o como augur, del espíritu/voluntad materna la cual emana, directamente y sin discusión de sus labios como verdad revelada sin que Clayton evite mostrar todo el proceso con singular fascinación gracias a una elaboradísima iluminación y coreografía de planos, nunca tan barroca como en The Innocents pero de similar pregnancia y audaz acercamiento a la gramática formal del cine de terror.
La llegada de Charley alterará de nuevo el equilibrio. El momento es casi un deus ex machina. Aparece por ensalmo para salvar una situación sin vuelta atrás (una de las profesoras de la escuela llega a la casa buscando a un estoico niño al cual el pequeño Jiminee, Mark Lester, ha “invitado” a nacionalizarse) y ya se revela sin dudas como lo que es: un manipulador mefistofélico, un seductor aprovechado. Para cada crío reserva una forma distinta de acercamiento/corrupción: la figura paternal para Hubert, el colega para Dunstan, quizás el personaje con el cual se soluciona la relación de manera más atropellada, el cómplice juguetón para Jiminee y el seductor para Diana con quien desarrolla la relación más tortuosa y equívoca (memorable el momento en el cual la niña lo encuentra en la cama con una mujer y es presa de un ataque de celos. Charley la toma por los brazos y le habla tiernamente como un romeo pillado en falta mientras Clayton recoge a Pamela Franklin en un plano frontal, con los ojos de la actriz recorriendo frenéticos el rostro de Bogarde) mientras, en cambio, es incapaz de doblegar a Elsa, la única que conocía de su existencia previamente y que, por una parte ve amenazada su posición como líder, y por otro sabe ya de la naturaleza destructiva de Charley.
Pero el supuesto padre también es una fuerza catalizadora que, sacrificio (involuntario pero necesario) mediante, romperá el círculo referido anteriormente y con toda seguridad salvará a los niños de si mismos, al obligarles a abandonar por fin el claustrofóbico espacio de la casa, tanto en el clímax final como a lo largo de su proceso corruptor/madurativo.