Queridos Reyes Magos,
Sé que saben que soy un republicano agnóstico, pero también saben que sé que eso a Sus Benévolas Majestades no les importa, así que me permito escribirles esta carta.
Al tema: de un tiempo a esta parte (o sea, desde hace 5, 10, 20, quizá 40 años) me puede el remordimiento. Todo lo que hago respira, supura, imprime y desemboca en remordimiento. Cada vuelta a casa es tiempo con la familia que no he aprovechado al cien por cien, charlas con sobrinas ya adolescentes que podrían haber sido más profundas, amigos con los que no he charlado lo suficiente, incluso con los que no he charlado. Es más, amigos que ya podría considerar, mea culpa, ex-amigos. Baños en la playa en invierno que no me he dado (¿cuándo coño he hecho yo eso?), visitas al (oh, por Dios) Padre Teide que he obviado, guachinches que abren y cierran cada año sin mi presencia.
De vuelta a la rutina, al otro hogar, no mejoran las cosas: idiomas que llevo años jurando aprender, jornadas laborales salpicadas de escaqueo, carrera profesional que ni es carrera ni es nada, otros amigos abandonados, conciertos de los que ni oigo hablar, tardes de sofá (solo él se queja de mis excesos). Hasta las escasas visitas a otros países, otras ciudades, terminan con más espacios en blanco que cruces en el mapa.
Lo que viene a ser la vida, todo en la vida, toda mi vida, es un remordimiento constante. Y aquí va mi petición, excelentísimo Gaspar (los otros están siempre demasiado ocupados): para este año quiero más de ese remordimiento. Mucho. Para que no se acabe nunca.
Gracias de antemano.