Nos han y nos hemos educado en el respeto a la Justicia. No exagero, deténgase un instante a pensarlo. Una educación, debemos de reconocerlo, impartida por nuestros representantes públicos, que salvo en contadísimas excepciones siempre se han mantenido al margen de las decisiones de los tribunales, respetándolas y acatándolas hasta en las situaciones más complicadas. Una buena educación, en cualquier caso, ya que en una Democracia que se precie la separación de poderes debe ser un elemento esencial. Y, como ellos, como nuestros políticos, hemos entendido y obedecido las decisiones judiciales, salvo excepciones, igualmente, ya sea en los medios de comunicación, en las barras de los bares o en los encuentros familiares. Cuando haya sentencia judicial, hasta entonces no tengo nada que decir, hemos repetido. Y lo seguimos repitiendo, cuando viene al cuento, hasta contradiciéndonos a nosotros mismos. Hemos empleado el “supuestamente” y el “sospechoso” hasta en los casos más evidentes y flagrantes, esos que no generan ninguna duda, como si decir lo contrario fuera una falta grave. En las sentencias más extrañas, disonantes o rebuscadas hemos tratado de encontrar esa lejanísima excusa o peculiaridad con tal de poder explicar lo inexplicable, en tantas y tantas ocasiones. Sí, en tantas y tantas ocasiones. Hemos llegado a dudar de la absoluta veracidad de la víctima con tal de ofrecer un resquicio de comprensión a esa decisión o sentencia que no podemos comprender. Sí, hemos hecho todo eso y algo más. Como creyentes de una religión mágica e infalible, como miembros de una secta alucinógena, como padres ante el evidente pecado de sus hijos, nos hemos puesto una venda en los ojos y nos hemos creído lo que la Justicia nos ha dicho. Sin dudar, sin responder, obedientes. Tal cual, más allá del respeto.Y es que a pesar de cuarenta años terribles, de justicia al servicio de la dictadura, su brazo ejecutor con demasiada frecuencia, justicia de rencor, venganza y exterminio, con la llegada de la Democracia todos los partidos políticos, agentes sociales y demás representantes públicos se enfundaron la bandera de la Justicia como si se tratase de una piel que nos protegía del frío, de las inclemencias, de la injusticia. Porque ese debe ser su papel, y no otro: defender la equidad, ofrecer igualdad. Y durante bastante tiempo, debemos reconocerlo, la Justicia ha cumplido con su papel, a pesar de todo lo expuesto, a pesar de las pifias, las excepciones y los patinazos, y es que bajo las togas se esconden hombres, sobre todo, y mujeres, en ocasiones, de carne y hueso, y como tales predispuestos a la equivocación. Y así lo hemos entendido y así lo hemos defendido. O sea, se han ganado el respeto, al menos el mío, sí. Respeto que la Justicia ha perdido, hablo del mío, de mi respeto particular, tras algunas de las últimas decisiones y comportamientos adoptados. Ya no me siento protegido, ya no la contemplo como ese ente superior, necesario, que nos respalda y que nos garantiza la equidad.
Nos han y nos hemos educado en el respeto a la Justicia. No exagero, deténgase un instante a pensarlo. Una educación, debemos de reconocerlo, impartida por nuestros representantes públicos, que salvo en contadísimas excepciones siempre se han mantenido al margen de las decisiones de los tribunales, respetándolas y acatándolas hasta en las situaciones más complicadas. Una buena educación, en cualquier caso, ya que en una Democracia que se precie la separación de poderes debe ser un elemento esencial. Y, como ellos, como nuestros políticos, hemos entendido y obedecido las decisiones judiciales, salvo excepciones, igualmente, ya sea en los medios de comunicación, en las barras de los bares o en los encuentros familiares. Cuando haya sentencia judicial, hasta entonces no tengo nada que decir, hemos repetido. Y lo seguimos repitiendo, cuando viene al cuento, hasta contradiciéndonos a nosotros mismos. Hemos empleado el “supuestamente” y el “sospechoso” hasta en los casos más evidentes y flagrantes, esos que no generan ninguna duda, como si decir lo contrario fuera una falta grave. En las sentencias más extrañas, disonantes o rebuscadas hemos tratado de encontrar esa lejanísima excusa o peculiaridad con tal de poder explicar lo inexplicable, en tantas y tantas ocasiones. Sí, en tantas y tantas ocasiones. Hemos llegado a dudar de la absoluta veracidad de la víctima con tal de ofrecer un resquicio de comprensión a esa decisión o sentencia que no podemos comprender. Sí, hemos hecho todo eso y algo más. Como creyentes de una religión mágica e infalible, como miembros de una secta alucinógena, como padres ante el evidente pecado de sus hijos, nos hemos puesto una venda en los ojos y nos hemos creído lo que la Justicia nos ha dicho. Sin dudar, sin responder, obedientes. Tal cual, más allá del respeto.Y es que a pesar de cuarenta años terribles, de justicia al servicio de la dictadura, su brazo ejecutor con demasiada frecuencia, justicia de rencor, venganza y exterminio, con la llegada de la Democracia todos los partidos políticos, agentes sociales y demás representantes públicos se enfundaron la bandera de la Justicia como si se tratase de una piel que nos protegía del frío, de las inclemencias, de la injusticia. Porque ese debe ser su papel, y no otro: defender la equidad, ofrecer igualdad. Y durante bastante tiempo, debemos reconocerlo, la Justicia ha cumplido con su papel, a pesar de todo lo expuesto, a pesar de las pifias, las excepciones y los patinazos, y es que bajo las togas se esconden hombres, sobre todo, y mujeres, en ocasiones, de carne y hueso, y como tales predispuestos a la equivocación. Y así lo hemos entendido y así lo hemos defendido. O sea, se han ganado el respeto, al menos el mío, sí. Respeto que la Justicia ha perdido, hablo del mío, de mi respeto particular, tras algunas de las últimas decisiones y comportamientos adoptados. Ya no me siento protegido, ya no la contemplo como ese ente superior, necesario, que nos respalda y que nos garantiza la equidad.