Esta noche no hay estrellas en el cielo. Hace frío y tú estás ahí, sólo, inmóvil. No puedes hacer nada. No te atreves a escapar. A ráfagas, el mar se escapa de tus ojos e intentas evitar emitir cualquier sonido, cualquier señal de vida que les indique dónde estás.
No sabes dónde estás. Te has perdido. Es lo mismo de siempre, cada vez que te llevan de excursión al bosque pierdes el hilo. El vuelo de un gavilán, la madriguera de un topo, las extrañas huellas de un ser no identificado. Aquella luz...
Una luz que nace de la nada, que se mueve, que te llama. La persigues y te atrapa. Te adentras más y más. Llegas al puente de madera. Lo cruzas. El cielo se torna rojo y tú, hechizado por ese brillo enigmático, no consigues regresar a tiempo.
Y el tiempo pasa y ahora estás ahí, con tu espalda apoyada en el tronco de un viejo castaño y estás cansado y tienes miedo. A tu alrededor todo es oscuridad y, sin embargo, con los ojos abiertos como platos, miras hacia arriba de repente y ahí está de nuevo el resplandor.
El resplandor te señala. Y tú ya no estás.
Nunca regresarás, de eso están seguros, ha pasado mucho tiempo, pero la esperanza, en estos casos, siempre le gana la batalla a la certeza y, mientras sigan vivos y con fuerzas, siempre te buscarán.
Te buscarán y encontrarán arena y piedras, ésas sobre las que te sentaste. Hallarán tu inconfundible cazadora vaquera y tu querida mochila verde caqui de explorador. Nunca sabrán la verdad.
Nunca sabrán a quién pertenecen esas pisadas ni la autoría de las marcas circulares a los pies del árbol que te acobijó. La verdad es que te desvaneciste y nunca sabrán por qué.