17 agosto 2013 por Carlos Padilla
Escala de hirsutismo de Ferriman y Gallwey.
A mediados de los ochenta, como ya sabrán, vivía en una habitación compartida por cruel designio de mi padre y mi madre. En el fondo, aquella especie de mazmorra tenía su encanto, además de resultar muy práctica a la hora de limpiar, recoger o evitar visitas indeseadas. Por ejemplo, si hubieran venido los de La sexta a grabarnos para “¡Vaya casas!” o “¿Quién vive ahí?” el programa de ese día no hubiera durado ni un minuto:
—¡Holaaaaaa! ¡Qué taaal! ¿Quién vive ahíiiiii? ¿Se puedeeee?
—Adelante. Esta es la cama, otra cama, mi escritorio, el armario empotrado, que no lo abras que te salta la ropa, y el escritorio de mi hermano. Ahora todos giren sobre sí mismos y váyanse por donde han venido, que si no nos atascamos.
—¿Pero ya estáaa?
—Ay, no, disculpa. Si te pones a cuatro patas y miras debajo de esa cama descubrirás la entrada a una gruta que conduce a un mundo mágico sin igual.
—Uys, no me atrevo.
—Pues media vuelta y arrancando.
En ese cuarto estrecho pasé las etapas más bonitas de mi vida. Como el día en que descubrí que era hirsuto. Hir-su-to. Menuda palabra más horrible. La leí por primera el día que mi madre decidió comprar una pequeña enciclopedia médica. En aquel tiempo, cuando te sentías mal o te salía una roncha rara, en vez de encender el ordenador y buscar en Google “síntomas de la lepra”, acudías a ella. Mi hermano y yo pasábamos las tardes hojeándola, contemplando fotografías de patologías cutáneas y enfermedades venéreas, como los niños normales. Y un día, al pasar una página, apareció el hirsutismo.
Se puede tener pelo o ser peludo, pero los hirsutos forman parte de una categoría aparte. Vienen a ocupar el lugar más alto de la pirámide del peludismo y se caracterizan porque cuando se quitan la ropa y los miras de lejos no sabes si están vestidos o desnudos, algo que en invierno es una bendición, pero que en verano constituye una auténtica pesadilla. Yo era uno de ellos.
No sé exactamente en qué momento comenzó a brotarme la melena del cuerpo, pero creo que fue más o menos cuando tenía trece o catorce años. Aquel día aciago me coloqué delante del espejo, con la enciclopedia médica en la mano, y me comparé con la foto. Lo mío no tenía remedio. De pronto todo cambió. Me di cuenta de que cuando íbamos al monte con la familia para hacer un asadero siempre me alejaban del fuego, por miedo a que ardiera, y cuando invitaban a gente a casa mi madre no me dejaba entrar en el salón, porque lo dejaba todo perdido de pelos. El gato sí podía y yo no. Me marcó de por vida.
Se pueden imaginar lo que pasó en el colegio. Aquel año volví a clase después del verano con el doble de tundra en el pecho; hasta se me salían los pelos por la parte alta de la camiseta. En un plis plas pasé de cabezón a prueba científica de la existencia del eslabón perdido, hermano de Chewbacca o felpudo humano. ¿Cómo superar eso? Pues flagelándote en público y anticipándote al ataque:
—¡Atención, atención! ¡Escuchen todos! Se abre el telón y se me ve a mí en el colegio, el primer día de clase después de verano, sin camiseta y con un sable láser en la mano. ¿Cómo se llama la película? ¡El retorno del Yeti!
Fin del cachondeo.