Revista Cine

El reverso de Douglas Sirk: Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf, Rainer Werner Fassbinder, 1974)

Publicado el 24 octubre 2022 por 39escalones

Cine-fórum: 'Todos nos llamamos Ali' (Angst essen Seele auf)-Vitoria-Gasteiz  - Poetas en Mayo

Entre los cineastas germanos que vinieron a constituir eso que se llamó Nuevo Cine Alemán (Schlöndorff, Petersen, Herzog, Wenders, Fassbinder…), late una pulsión doble que refleja el conflicto de identidad colectiva surgido tras la derrota de la Segunda Guerra Mundial y el conocimiento público generalizado de todos los horrores provocados por el régimen nazi, tanto en el frente como en la retaguardia bélica. Esta crisis de reconstrucción mental y moral, de redefinición política y social dentro y fuera de sus fronteras, de observación crítica del pasado, entre la conmoción, la incredulidad y la necesidad de explicación y de expiación, se trasladó a la filmografía de estos directores junto con otro elemento muy presente en la sociedad en la que crecieron, la realidad de un país dividido y ocupado militarmente por los vencedores, compartimentado en sectores, reconstruído, al menos en la parte occidental, con capital extranjero, zona en la que predominaban los nuevos valores, modas, modelos, sistemas, influencias culturales y sinergias de la superpotencia triunfante de la guerra en el bloque de Occidente, los Estados Unidos, de los que Alemania, en particular la parte libre de Berlín, dependía también económicamente, sobre todo en la primera posguerra. De este modo, su música, su cine, su literatura, los conceptos e idiosincrasias presentes en su democracia liberal, y, en particular, la fiebre consumista y modernizadora impregnaron la sociedad y el cine alemanes tanto como el conocimiento y el reconocimiento de su verdadera naturaleza nacional a la vista de su unificación bajo el Imperio en el siglo XIX y lo acontecido en las dos guerras mundiales, y marcaron su renacimiento y reconversión como democracia moderna en una economía de mercado homologable a las del resto de Occidente. Pasado nacional y presente y futuro globales, con sus respectivos tipos humanos y mecanismos de relaciones conviven así en un cine que, en general, retrata la desorientación de una sociedad que busca un nuevo rumbo, hasta entonces inédito en su historia, en un contexto de Guerra Fría en el que el fragmentado territorio alemán es, además, punta de lanza de ambos bloques. En el caso de Fassbinder, como en el de otros de sus compañeros, particularmente Wenders, esa mezcla de admiración, asimilación, recelo y resistencia hacia la colonización económica y cultural americana, la referencia constante del cine y la cultura estadounidenses asociados a su hegemonía capitalista, conviven con una mirada crítica, no exenta de un humor muy característico, hacia esa nueva sociedad que se reconfigura de acuerdo a unas nuevas realidades impensables solo unos años atrás, un salto evolutivo que la hace recorrer más distancia en veinte años que en los ochenta previos. Un salto que también puede contemplarse en la filmografía de Fassbinder, de la modernidad de bajo presupuesto de sus inicios a sus más elaboradas, enriquecidas y sólidas puestas en escena de su último periodo, un cambio progresivo del que esta película de 1974 constituye el punto crucial de inflexión. En este aspecto, el título original, que al español puede traducirse como «El miedo se come el alma», resulta mucho más ilustrativo y adecuado que el empleado para comercializar la película en España.

La idea para la trama puede remontarse unos años atrás, cuando un personaje de otra de sus películas, precisamente El soldado americano (Der Amerikanische Soldat, 1970), la camarera de hotel que interpreta Margarethe von Trotta, menciona el matrimonio de una conocida, una tal Emmi, con un extranjero musulmán de nombre Alí. Es aquí, por tanto, donde se cuenta el origen y el desarrollo de esta relación aludida por Von Trotta, desde que Emmi Kurowski (Brigitte Mira), una viuda de en torno a los sesenta años que se gana la vida haciendo tareas de limpieza, entra para resguardarse de la lluvia en un café frecuentado habitualmente por trabajadores inmigrantes, entre ellos Alí (El Hedi ben Salem). La apuesta, el desafío de la camarera del bar (y amante ocasional de Alí) para que saque a bailar a aquella extraña cliente con la música de la gramola, da inicio a una relación que comienza desde la soledad, a través del respeto y la palabra, y se dirige hacia el matrimonio. Emmi y Alí hablan, este la acompaña a casa, y ya desde la mañana siguiente, acepta ocupar una habitación que ella tiene disponible. Su relación levanta un gran escándalo entre todas las partes. Las compañeras de trabajo de Emmi, con las que hace tertulia durante el almuerzo en el rellano de la escalera entre piso y piso del edificio que limpian -en un guiño a Murnau y su clásico El último (Der Letzte Man, de 1924)-, le dan de lado; sus vecinas la miran suspicaz, entre la socarronería y el desprecio (y tal vez la envidia), y hacen comentarios hirientes y denigrantes a sus espaldas; el tendero del comercio habitual donde compra se niega a atenderles; sus hijos, conmocionados, rompen con ella. Por el lado de Alí la situación no es mucho mejor. En el bar sufre el resentimiento de su antigua amante; sus anteriores compañeros de piso, trabajadores marroquíes como él pero más holgazanes, insensibles y descerebrados (porque la película no se embelesa con la supuesta bondad natural del inmigrante o del pobre, como tampoco, naturalmente, lo condena, sino que ofrece todo el espectro del cuadro real), lo convierten en objeto de sus risas y sus bromas. La pareja se ve así obligada a centrarse en ella misma, y eso va creando las primeras fisuras en su confianza y su respeto, que amenazan con hacer naufragar el matrimonio y los distancian antes de que se planteen la posibilidad de recapacitar y recomponer lo que se ha roto en ese amor aparentemente improbable que habían logrado hacer posible. Las cosas, sin embargo, han ido cambiando a su alrededor mientras el amor se deterioraba. La progresiva aceptación de la relación por parte de las vecinas, de las compañeras de trabajo, del tendero, de los hijos de Emmi, de los amigos de Alí, etc., viene condicionada por la necesidad que cada uno de ellos tiene de Emmi o de Alí. Es el interés, la necesidad de resolver un problema material que cada uno de ellos presenta, lo que conduce a la asimilación y la aceptación del matrimonio de Emmi y Alí justo en el momento en que son ellos los que empiezan a cuestionarlo, a replanteárselo.

Fassbinder se recrea en el melodrama excesivo y teatral (fuente de inspiración, en versión aún más kitsch y desmesurada, a menudo hasta lo ridículo, de Pedro Almodóvar), con una puesta en escena minimalista y estática de evidente parentesco con la filmografía de Aki Kaurismäki (“hay más ideas en una secuencia de Fassbinder que en toda la filmografía de uno de esos modernos gafapasta”, ha dicho del alemán el cinesta finés), para, a través de un foco extremadamente realista a diferencia del maestro alemán Douglas Sirk, que llevó el melodrama de Hollywood a las más altas cotas de perfección formal combinadas con la más devastadora carga crítica implícita, retratar sin concesiones los sueños, los miedos, las miserias y las debilidades de sus contemporáneos desde la sinceridad más elocuente y estremecedora, sin sentimentalismos pero con sensibilidad, con sencillez formal pero también con una intrincada sofisticación emocional y moral que brotan en su mayor parte de la vehemencia de las excelentes interpretaciones de la pareja protagonista. El drama va de lo particular a lo general. La repercusión de la relación de Emmi y Alí en su entorno y su proceso de transformación hasta la asimilación y la aceptación total transita desde el drama social con tintes racistas al retrato político de la relación de Alemania con los extranjeros, ya sean los trabajadores inmigrantes o la gran superpotencia que marca los destinos económicos, culturales y sociales del país: la clave para desenvolverse en el tejido de complejidad de estas relaciones reside en el entendimiento mutuo a partir de las necesidades comunes a cubrir y satisfacer. Este es el único camino para componer y mantener una armonía estable que permita la consecución de objetivos conjuntos sin renunciar a la propia identidad, desde el respeto, el reconocimiento y la identificación con el otro, pero también sin engañarse, ocultar o dulcificar los problemas de convivencia.


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