EL REY PRISIONERO
Desde su celda de piedra el rey Albin columbró un día más el paisaje socarrado que una vez fuera su reino. El cautivo en la deprimente torre negra ya no era un niño, sino un hombre fornido y apuesto que había contemplado con sus ojos del color del cielo despejado todos los horrores concebibles por la imaginación humana. Pero nada podía hacer él tras aquellos barrotes de acero, su única ventana al mundo extenso e ignoto más allá de los lagos y bosques que en otra época fueran motivo de orgullo para todos los habitantes de Nanortalik. Las hordas de vampiros lo habían arrasado todo durante las dos décadas que llevaba apresado, condenado a los suplicios de la humedad, el frío, la oscuridad más absoluta y la soledad eternos. Sin embargo, algo había cambiado en las últimas semanas. Era un silencio renovado y esperanzador tras los clamores de la batalla.
No había acudido nadie a torturarle en los últimos días. Pero había un detalle mucho más perturbador que no lograba Albin discernir si pertenecía al espectro de la locura, la enfermedad, la fantasía o la realidad. Acaso hubiera sido un sueño. En él, una mujer rubia de belleza sin parangón daba caza a un exiguo ejército de vampiros que habían huido de una carnicería sin precedentes y que había dejado a sus huestes al borde de la extinción. La poderosa guerrera se llamaba Selene. A lomos de un unicornio blanco venía a devolverle su reino al rey destronado. Creía haberla visto cabalgar, montada en esa criatura fabulosa, cruzando el lago y los bosques, invocando su nombre. El rey Albin estaba débil y su salud era valetudinaria. Deliraba, sin duda. Aunque lo pretendiera, su voz quebrada y desnutrida no lograría emitir una sola señal de auxilio que ella pudiera escuchar a través de la imponente distancia que les separaba. Además, ¿de qué serviría, cuando estaba convencido de que su mente jugaba con él, mostrándole espejismos, imágenes que no existían en realidad, que eran solo proyecciones de su desesperación?
Pasaron seis noches, con amaneceres cenicientos y noches lóbregas que le devolvían a la vesania, hasta que el sueño volvió a reproducirse con inquietante marco de veracidad. La puerta de su celda se abría con un gañido anciano y quejicoso. La luz lo bañaba todo con un desconocido resplandor similar a una cascada de fuego. Entonces ella, la mujer guerrera, invadía el claustrofóbico habitáculo que había sido testigo de la transformación de un niño timorato en hombre gallardo y valeroso y se arrodillaba a sus pies con una reverencia. Albin percibió cómo las mejillas le quedaban surcadas por un torrente de lágrimas cálidas cuando la mujer le habló, le dijo su nombre y le anunció que el reino de Nanortalik, así como todos los territorios de la Corona, más allá de los mares, los bosques y las montañas, habían sido definitivamente recuperados. El exterminio de los vampiros era absoluto y su cautiverio por fin había llegado a su fin.