—Pasa, Paola, no te quedes ahí. Te estábamos esperando, —esa voz sonaba dulcemente diabólica, pero agriamente tentadora.
Paola trató de articular palabra para preguntar qué estaba ocurriendo, pero su voz era inexistente, de su boca sólo manaba aire sin un código audible. Se asustó más si cabía.
—¿Qué te pasa, Paola? ¿No quieres jugar con nosotras? —Esta voz era más aterradora; una mezcla de voces rasgadas e intrincadas.
—Tú lo pediste, pediste que te trajésemos aquí, ¿recuerdas? —esa voz era familiar aunque peliaguda y molesta incluso—. Pediste reunirte con nosotros en tu habitación, como en los viejos tiempos, como en tu niñez. Ahora no te escondas, no temas, no intentes huir. Eres nuestra para siempre, como siempre.
Paola recordó el tremendo esfuerzo que había desempeñado en pedirle a los cielos que sus padres y sus dos hermanas volvieran, o que la llevaran con ellos. Hacía dos semanas que habían muerto en la carretera.
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