Parece contradictorio que en un lugar lleno de vida uno pueda sentir una soledad absoluta. El Amazonas funciona como un enorme laboratorio natural donde se puede apreciar con facilidad una de las claves de la física, “la energía no se crea ni se destruye sólo se transforma”. La vida y la muerte se suceden a una velocidad tal que diariamente nos pasa delante de nuestras narices.
Las orillas del río más largo y caudaloso del mundo se destruyen y se crean al paso de nuestra frágil embarcación. No hay nadie en el río, no se ven aldeas, no vuela ave alguna, no nos acompañan los simpáticos delfines, no se escucha más que nuestro pequeño motor fuera borda en medio de la nada.
Árboles que crecieron vigorosos mueren en la mitad de su vida al estar en la orilla equivocada mientras otros nacen cuando se crean islas por sedimentación y animales domésticos desaparecen en segundos después de ser devorados por una multitud de pirañas que crecen gracias a ese accidente imprevisto.
Los humanos mueren jóvenes tras las picaduras de mosquitos y serpientes pero tienen en sus cortas vidas media docena de hijos. La vida crece rápido porque la muerte está a la vuelta de la esquina.
Mi compañero en el blog La Linea del Horizonte, el escritor Javier Reverte, nos cuenta estas sensaciones y la trágica historia del Amazonas en su novela “El Río de la desolación”.