Autor, H.·. Ricardo Fernández del Soberano Capítulo "Clara Campoamor" de Asturies.
El Rito Francés: Primer sistema filosófico de la Francmasonería
Originariamente, la Francmasonería se concibe como una particular entidad asociativa que, al calor de la Ilustración, pretende ser un hogar en el que convivan hombres provenientes de estratos sociales diferentes, y con convicciones igualmente distintas, fundamentalmente convicciones religiosas. Voltaire escribirá admirado sobre lo que ve en la Bolsa de Londres: Protestantes, católicos y judíos conviviendo amigablemente a pesar de sus diferencias. Cuando expresa su feliz sorpresa, para el pensador francés está sin duda muy reciente la terrible historia de las masacres perpetradas en su país a cuenta de la diferencia religiosa. Lo que Voltaire presencia en suelo británico no es otra cosa que la plasmación del espíritu destilado en las islas por esa experiencia que hemos dado en llamar “Siglo de las Luces”, cobijado por los próceres de la Royal Society, y que tan buen caldo de cultivo tendrá entre los muros y columnas de la naciente institución francmasónica. Vivimos en esa época, albores del siglo XVIII, una intensa preocupación por construir un orden social nuevo y un ser humano también renovado. Las logias masónicas no son en modo alguno ajenas a este espíritu y se dotarán de todo un corpus útil en su propósito; un corpus teórico y complejo que inicialmente tendrá una única denominación, Rito, pero que no permanecerá inmutable a lo largo del tiempo. Cuando el conflicto surgido en las Islas británicas entre los Orange y los Estuardo provocó el exilio de los segundos, éstos atravesaron el Canal de La Mancha llevando consigo tanto la Francmasonería como su sistema filosófico. Una vez en el continente, asistiremos a un buen número de transformaciones provocadas tanto por el devenir histórico europeo como por la propia necesidad de ajustar la entidad y sus herramientas a las nuevas necesidades surgidas en el tiempo. En un primer momento, el Rito, el planteamiento filosófico de los talleres, no difiere de las mecánicas fijadas en origen. Los talleres se instalan en suelo francés, donde se expanden, y atesoran todo un legado de legitimidad hasta el punto de que lo que más tarde se reconocerá como Rito francés será la fórmula de trabajo y funcionamiento de los talleres más antigua de cuantas se practiquen en el continente. Una primera novedad se producirá al cruzar el Canal. Se pasa de la oralidad a la fórmula escrita, lo cual generará cierta estabilidad por una parte, pero también la aparición de una multiplicidad de formulaciones rituales o sistemáticas con unos rasgos comunes, y consecuentemente un movimiento posterior, codificador, que vendrá a poner orden entre tanta dispersión. Se incorporarán otros elementos y nueva terminología: Aparecerá el término “venerable”; comenzará a encontrarse el suelo ajedrezado en el exterior del templo; aparecerán nuevos espacios como el “atrio”; o surgirá con fuerza una nueva figura, el orador, destinada a poner orden en talleres cada vez más voluminosos. El paso de la oralidad a la fórmula escrita conllevará errores o interpretaciones variadas a la hora de traducir, algo que explica por ejemplo la aparición de columnas en el centro de la logia, olvidando el papel que tienen las que se hallan a la entrada del templo, y que metafóricamente, junto con una ideal columna representada por el Venerable, soportan el peso de toda la edificación. La articulación de un proceso legislativo en torno al Rito, puesto en marcha en Francia a finales del siglo XVIII, bien merece una especial consideración: Para entender ese proceso desencadenado entonces, podríamos de alguna forma establecer un paralelismo entre lo que sucedió con este paisaje diverso apreciable en las logias, y la pluralidad normativa que vivió la Europa del siglo XVIII. En efecto, a finales de esta centuria, las diferentes potencias europeas –especialmente aquellas que basaban sus estructuras jurídicas en lo que se conoce como sistema continental, de fuerte influencia romana- acumulaban un volumen desordenado de disposiciones que habitualmente provocaba el caos y la inseguridad jurídica. Ello llevó, en buena medida bajo el impulso de lo que conocemos como Ilustración, a asentar en la conciencia de los legisladores del momento la necesidad de “limpiar” el catálogo normativo de antinomias y anacronismos. En países como Francia, donde el siglo de las Luces brilló en todo su esplendor, este movimiento “codificador” gozó de un gran éxito. Sirva de ejemplo el Código Civil, publicado en 1804 bajo el impulso de Jean Jacques Régis de Cambacérès, miembro del Gran Oriente de Francia. Por el contrario, en países como España, donde el dogmatismo religioso apenas sí dejo un hueco para que pudiera escucharse aquella palabra extranjera, se tardó prácticamente un siglo en codificar los textos jurídicos del derecho privado, optando por un sistema poco eficiente como fue el de las compilaciones, colecciones legislativas que en la mayor parte de los casos quedaban desfasadas al tiempo de su publicación. Es en este marco en el que germina un texto fundamental que todos conocemos, desarrollado entre los años 1785 y 1801, y que identificamos como “Le Regulateur”.
Mandil de Voltaire
Para llegar a semejante texto en Francia ha sido necesario poner fin a un panorama masónico extremadamente desorganizado. En 1772 la convulsa Primera Gran Logia de Francia vivirá un proceso de refundación que la llevará al año siguiente a transformarse en una nueva Obediencia, el Gran Oriente de Francia. Será a partir de eso momento cuando se dará un impulso decisivo a la aplicación del criterio “codificador” y “unificador” en el ámbito ritual, que tendrá importantes consecuencias para la configuración de lo que conocemos como Rito Francés. Con una Obediencia ya estructurada, se nombrarán dos comisiones cuyo propósito es poner fin al fenómeno de dispersión ritual. Nombres como los de Bacon de la Chevalerie, Toussaint, Stroganoff, Brest de la Chausée, Morin, o el abogado Joseph Ignace Guillotin, se unirán al de Roettiers de Montaleau, Gran Venerable (según la denominación de la época) del Gran Oriente entre los años 1795 y 1804, y cuya determinación permitirá la aparición en 1786 y posterior edición en 1801, de un texto unificado y, por fin, codificado, conocido como “Le Regulateur du Maçon”. El Rito Francés pasa a tener en ese momento una consistencia física como nunca antes la había tenido; y la más antigua de las Obediencias masónicas de la Europa continental se dota así, para la articulación y desarrollo del trabajo de sus logias, de un útil descristianizado, equilibrado, caracterizado por el recurso a la concisión.La nueva estructura codificada con que se presenta el Rito Francés afrontará grandes transformaciones en la segunda mitad del siglo XIX. La primera de ellas se producirá bajo el mandato como Gran Maestro de Lucien Murat, que da lugar a la que generalmente se considera la versión ritual más depurada, auténtica y fiel. La segunda, consecuencia directa de la decisión adoptada por el Convento de 1877 de omitir toda referencia religiosa y garantizar el principio de libertad de conciencia, será la llevada a cabo bajo la dirección del abogado Louis Amiable, fuertemente influido por las ideas positivistas de Augusto Comte, y que dirige la comisión nombrada al efecto con el ánimo de garantizar a través del nuevo texto el hecho de la “neutralidad ante las diversas creencias”. Desaparecen así pruebas y viajes, y el discurso filosófico sustituye pasajes de los textos precedentes anclados en el pasado. Tras la experiencia “Amiable”, tan admirablemente bien estudiada por Daniel Ligou, el Rito, vivirá una nueva reestructuración promovida por laboralista Arthur Groussier. En el año 1935 la asamblea del Gran Oriente de Francia vota favorablemente un nuevo documento cuya aplicación no será real sino a partir de la liberación del país, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial en el año 1945. En el albor de la década de los 70 se producirá una enésima versión de estos textos que pretende, una vez más, readaptar el sistema filosófico de referencia a la realidad social, simplificando especialmente las referencias a viajes y pruebas que se desarrollan en algunos grados. En esta última fase histórica nos hallamos nosotros ahora, herederos de toda una tradición, continuadores de un proceso que se prolonga desde la fundación misma de la institución masónica, afrontando nuevos retos que siguen ligados a la defensa una serie de valores que constituyen la base de un sistema social de convivencia democrática, y de un sistema pensamiento humanista, edificado con el propósito de darle todo el protagonismo al ser humano, a su construcción, y con el objeto de que éste pueda encontrar respuestas a buena parte de los interrogantes que puede llegar a plantearse. Ese sistema filosófico originario de la Francmasonería, encarnado en lo que se ha dado en llamar Rito primordial, fundacional, moderno o francés, en oposición a otros planteamientos filosóficos distintos, bebe de muchas fuentes. Es lógico que en un primer momento encontremos un poso religioso. A nadie le sorprenderá. Así, el recurso, tanto en los grados simbólicos como en los órdenes que siguen a la maestría, a los mitos y leyendas bíblicos. A nadie puede sorprender tampoco hallar muy a menudo ciertas reminiscencias caballerescas, lógicas todavía en la sociedad de los siglos XVII y XVIII. Pero sí hallamos otros elementos sorprendentes en el método propuesto por aquellos hombres que nos precedieron, y que además tuvieron la osadía de “perfeccionar” o “complementar” con nuevas aportaciones propias de su tiempo: Sócrates proponía a sus discípulos encontrarse con sus propios errores, sus propias mentiras. Un método, la mayéutica, en el que a través de un interrogatorio casi permanente, el individuo era conducido a través de sus respuestas al absurdo de sus planteamientos; llevado a descubrir por sus propios medios la falsedad y encontrar por esta vía la luminosidad del saber. Su discípulo Platón dio otro paso en este proceso, recogido luego por esos Venerables Maestros que nos precedieron, la anamnesis: La verdad reside en cada ser humano. Dos mundos distintos, el de las ideas y el de la materia, en permanente oposición. Y el individuo que ha de saber desprenderse de la permanente tentación materialista para descubrir la verdad en sí mismo. A esta herencia de la cultura griega, combinada con tantos elementos bíblicos, caballerescos, míticos, medievales, gremiales, etc. se le añadieron en el ámbito francmasónico dos aportaciones notables: La verdad es individual, pero no se busca en solitario. Existe la alteridad. El ser humano, cada individuo, no puede concebirse sin tomar en consideración a los demás. La francmasonería, y su herramienta fundamental, el Rito, tienen desde un primer momento una clara vocación “social”, y sabe guardar un equilibrio entre la dimensión interna, individual de cada ser humano, y su proyección externa, que no rechaza ni olvida. La verdad se busca valiéndose de los medios propios. Cada uno busca su verdad. Cada emprende el viaje para hallar su propia plenitud. Pero lo hace combinando dos elementos diferentes: La interrogación permanente, el cuestionamiento de todo aquello que se alza ante nosotros, la puesta en duda de cuando nos ha sido revelado como verdades absolutas; y la pedagogía de la metáfora. El Rito, nuestro rito, que tiene el valor indiscutible de ser la primera herramienta propuesta con este fin, proporciona un amplio paisaje simbólico y rico en imaginería para abordar todos esos interrogantes y hallar las respuestas propias a partir también de las propias interpretaciones.