(Inmersión, de Wim Wenders)
Observar el enamoramiento de dos personas es algo que da mucha vergüenza ajena. Uno quiere no verlo, no oírlo. Abstraerse. Enamorarse no es ridículo o sí, si lo es, pero el problema no es ese, lo que nos hace querer apartar la mirada es que nos da pudor asistir a la exposición de algo tan intimo como la construcción, el intento de construcción mejor dicho, de una intimidad compartida. Lo que nos da vergüenza ajena no es el hecho en sí, sino el vernos súbitamente reflejados. Tras el primer pensamiento «madre mía, qué vergüenza», viene el reconocimiento interno de que quizás, o mejor dicho, seguro que también nosotros en algún momento de nuestra vida le hemos preguntado a alguien por su organismo marino favorito o algo peor.
Creo que todos somos conscientes de lo íntimo que debe ser el momento de enamoramiento absoluto y completo, ese instante de intimidad total en el que crees que no podrías estar en ningún otro lugar del mundo ni con ninguna otra persona y ser más feliz de lo que eres, esos segundos de tu vida el que crees con certeza absoluta que al lado de esa persona podrás con todo en la vida y serás invencible. Esos momentos los guardamos celosamente para nosotros mismos y cuando, desgraciadamente, se pasan sus efectos, solo quedan dos opciones: atesorarlos para disfrutarlos como bonitos recuerdos o enterrarlos en lo más profundo del espacio mental para intentar olvidar. Sin embargo, pocos somos conscientes de lo ridículo del ritual de apareamiento previo. El yo te miro, tú me miras, nosotros nos miramos, yo digo algo, tú contestas intentando que la respuesta sea la correcta, no excesivamente correcta pero lo suficiente como para necesitar una contra replica que a ti te permita lucirte y a mí devolvértela con ingenio. El ritual de quedar, hacer un plan, un plan que me guste a mí, que te guste a ti, que no sea demasiado aburrido, ni demasiado obvio, ni demasiado tópico pero tampoco una ginkana de pruebas a superar. El ritual de yo me arreglo pero que parezca que no, tú te arreglas pero que parezca que sí pero que te da igual. El ritual de estamos curtidos en esto y en nos es indiferente que pasa, que salga bien o salga mal, pero en el fondo no nos da igual para nada. El ritual de yo me luzco, tú te luces. El ritual de abrir las plumas y tratar de impresionar. El ritual de querer que el otro nos impresione.
Todo ese ritual de conquista, de atracción, visto desde fuera, es tan ridículo como el de los ñus, el del lirón careto o el del colibrí de cola azulada, pero es inevitable. Inevitable es también que todos creamos que nosotros lo hacemos mejor, que somos menos ridículos y, que si la última vez fuimos tan ridículos como los demás, ésta vez será distinto. Apuesto una mano a que el lirón careto piensa lo mismo.
Enamorarse es complicado, inusual, raro, peligroso, da vértigo, da miedo y, además, es incontrolable. De la noche a la mañana, sin planearlo te encuentras sumergido en un ritual de conquista. Mostrarnos vulnerables y, a la vez, sacar las plumas a pasear para intentar atraer la atención del otro intentando parecer fuerte, nos proporciona un marco incomparable para hacer el ridículo.
Me temo que seguiré siendo ridícula pero me concentraré muy fuerte en no preguntarle jamás a un hombre que atiza el fuego en una chimenea cual es su organismo marino favorito.
Todo tiene un límite y gracias a Wim Wenders sé dónde está el mío.