El rocío

Por Orlando Tunnermann





Arribamos a la pintoresca población de El Rocío. Blancor como de blanco recién estrenado, como blanco nupcial, me llama la atención la ausencia de asfalto, aceras, pavimento urbano. En su lugar, un terreno arenoso que se convierte en charcos, lodo y polvo en suspensión cuando arrecia la lluvia o sopla violento el viento. En cierto modo encuentro un cierto paralelismo con los escenarios del far west americano, pero en versión andaluza y sin pistoleros. Las típicas tascas y salones de allá se sustituyen por las preciosas hermandades, 116 en total, como la de Madrid, Huelva, Granada o Sevilla. 
Uno de sus evidentes acicates es el celo con que preservan la estética primigenia del pueblo, de modo que parezca un engranaje perfecto donde todo encaja sin salirse de su patrón un milímetro. Nada discordante, ningún elemento fuera de lugar, blanco infinito y diseño uniforme que aspira a la eternidad de su fisonomía inalterable.
Es alucinante la ermita, vestida como es obvio de virginal blancura. Luminosa, amplia, diáfana, muy concurrida, se me va la mirada a las magníficas molduras y al retablo barroco del altar tras la verja negra.
Más detalles, de esos que marcan la diferencia y dotan a un lugar de personalidad, los encuentro en esos carruajes tirados por caballos que recorren el pueblo, así como los equinos montados por jinetes que te hacen retroceder en el tiempo hasta épocas ancestrales. Tienes una opción diferente de recorrer esta villa de albinas fachadas montando en las calesas. Te cobran dos duros por persona.


Puedes ver muestras de tanta singularidad por toda la plaza de Doñana. Son muy interesantes los acebuches centenarios, algo así como antepasados de los olivos. Pero acaso quedes fascinado ante un ejemplar milenario que encontraras junto al restaurante Toruño.

A primera hora de la mañana ya se ve movimiento de coches. Se puede aparcar en la amplia explanada frente a la ermita. Te cobrarán un euro.
Volviendo a ese carisma inefable de El Rocío me fijo en las barandillas que hay delante de cada hermandad, así como una pequeña galería como de hornacina sacramental. Las primeras sirven para amarrar al caballo, mientras que la segunda es un portal o zaguán para guardar las carrozas. Si eres madrugador, verás recompensado tal sacrificio en las marismas, que a esas horas están plagadas de aves palmípedas y zancudas. EL TAMBORILERO