Con frecuencia, aparecen noticias sobre ancianos y/o personas vulnerables que aparecen muertos en sus domicilios o en situaciones absolutamente deplorables. Y en la gran mayoría de esos sucesos una pregunta sobrevuela. ¿porqué los servicios sociales no habían protegido a estas personas?
En su lugar, os voy a contar un caso que me sucedió hace ya unos cuantos años y os dejo las reflexiones al respecto a vosotros.
Andaba yo por aquel entonces intentando implantar en un municipio pequeño el Servicio de Ayuda a Domicilio y el Servicio de Teleasistencia.
Tras unas cuantas visitas y algo de tiempo había convencido a María (la llamaremos así), una anciana con algunas limitaciones físicas que le hacían deambular con dificultad y le coartaban su autonomía para algunas actividades, para que solicitase ambos servicios.
Aunque María era independiente, reacia a pedir ayuda, aceptó. Así que consintió que una auxiliar acudiese a su domicilio martes y jueves, para ayudarle con algunas tareas y al mismo tiempo que se le pusiese ese aparato que debía llevar colgado del cuello y que llamábamos teleasistencia.
Todo fue bien durante un tiempo.
Hasta que un martes, la auxiliar avisó de que María no abría la puerta de su casa, ni contestaba al timbre o teléfono. Tampoco los vecinos la habían visto en unos días ni sabían nada de ella, aunque tampoco les extrañaba: María no era muy sociable, salía poco de casa y de vez en cuando, se iba unos días a casa de su hija, en la capital.
Resumo. Aviso a la Guardia Civil, trepada por el balcón y descubrir a María, con la cadera rota a los pies de su cama, con el colgante de teleasistencia bien guardado en el cajón de la mesilla de noche y con un rosario en la mano.
Aunque muy debilitada, María no murió. Fue hospitalizada y se recuperó luego en una residencia de su rotura de cadera. Se había levantado por la noche, tal vez el viernes, tal vez el sábado... y se había caído en su habitación.
Luego nos diría que al principio intentó gritar y llamar a los vecinos, pero consciente de que era una casa aislada y que no la oirían, en seguida desistió y, aceptando su destino, se puso a rezar con el rosario que llevaba en la mano.
Cuando yo le reproché (era joven, torpe e inexperto) que si hubiera llevado el colgante de telasistencia no hubiera estado a punto de morir, la pobre María no supo qué decirme.
Tan sólo que ¡menos mal que llevaba el rosario!. Así había estado entretenida y las horas esperando a ver si alguien la rescataba no se le habían hecho tan angustiosas.
Pues menos mal, María, acerté a contestarle. ¡Menos mal!.