En la bacía relumbrante de un barbero no ve un yelmo de oro, ni concibe la venta como un castillo. Ha dejado de creer estar consumiendo truchas cuando come abadejo.
Rompió su amistad con el barbero y el cura, enojado porque le llamaban Quijada. También por haber ambos arrojado sus libros a las llamas pensando que eran la causa de su presunta locura. No ha vuelto a probar el bálsamo de Fierabrás como mágico remedio. Retomó las tres comidas diarias y se muestra cuidadoso con su dentadura, amenazada de continuo en sus anteriores batallas.
Lejos de su memoria queda enderezar tuertos. Olvidó al Vizcaíno y el universo del Curioso Impertinente, a los frailes y los cabreros, a Cardenio, Marcela, Grisóstomo, Maritornes…
Don Quijote pasea ahora por un parque de alguna ciudad, convertido en un ciudadano corriente. Hace una pausa. Fija sus ojos en el dorso de una mujer sentada en un banco a escasos metros de distancia. Inmóvil y erguida, parece mirar al vacío.
La contempla por detrás un buen rato, mientras descubre en ella la figura y la melena de Dulcinea del Toboso. Reconoce la indumentaria azul de esta en la verde de la otra. Traza en los invisibles ojos de la mujer la mirada de su amada, al tiempo que va tejiendo cada uno de los rasgos de su rostro en esa secreta cara.
Decide dar media vuelta y proseguir su paseo. Feliz, por fin, de haberse encontrado con Dulcinea.
Fuente: El Quinqué. La Provincia-Diario Las Palmas.