Por: Yohan González
Cada uno viste diferente, sin patrocinio ni jugosos contratos de imagen. Visten según la economía de sus familias que puede permitir que algunos vistan las camisetas de sus equipos favoritos, o que otros, menos desfavorecidos, lleven pullovers blancos con nombres y números escritos con plumón.
Juegan en una suerte de estadio tercermundista sin pasto sintético ni dimensiones olímpicas. Sus hinchas no son nada más que sus padres o familiares, esos que hacen las mil y una maravillas para continuar sosteniendo el sueño futbolístico del “campeón” de la casa.
Suena el pitazo inicial y arranca el cronometro en manos del árbitro. El partido inicia. Se suceden los gritos de impotencia de los padres y los llamados de atención de los entrenadores. Transcurren largos minutos sin un gol, pero llenos de jugadas peligrosas y calientes.
De repente, una jugada no esperada por el equipo contrario. El delantero estrella penetra la zona y se encuentre a solo 3 metros de la meta. Se produce el disparo y el guardameta se desplaza. Todo resulta en vano. En fracciones de segundos el balón ingresa en la tierra prometida. Los gritos de desesperación dan paso a segundos de alegría y festejo. Los compañeros de equipo abrazan al héroe de la tarde y una sonrisa de esperanza se dibuja en sus inocentes, pero deportivos, rostros.
El partido culmina con el marcador 1 a 0. El equipo perdedor cae, pero sin haber entregado fácilmente el resultado. Sus cuerpos, llenos de sudor, reclaman agua y descanso. Poco a poco se van retirando del terreno. “Ha sido un buen juego”, le dice el entrenador perdedor al ganador.
No necesito ver ESPN o GOL TV para conocer el rostro de los campeones. Esa tarde, bajo el sol veraniego de La Habana, conocí el gran poder del deporte, la magia oculta del fútbol.