Los grandes desastres de la historia tienen responsables, nombres propios, biografías, razones de peso que justifican un genocidio, un expolio, una guerra. Detrás de cada atrocidad resplandece un autor que deja su firma para que los historiadores y los sociólogos y los psicólogos y los filósofos y —en fin— todo el ejército de interpretadores del hombre, establezcan la naturaleza del mal y le pongan cara. Por ejemplo Hitler, por ejemplo Stalin, por ejemplo Hernán Cortés. Cuando le ponemos cara al horror lo hacemos más humano, dejando bien claro que en nosotros conviven cielo e infierno, como ya dijera Omar Khayyan.
Sin embargo, ni Hitler ni Stalin se mancharon las manos con la sangre de sus víctimas; otros ejecutaban la orden, otros que a su vez delegaban en otros hasta llegar a la base de la pirámide. Sosteniendo todo sistema siempre hay un basamento de hombres que pasaban por allí, son los hombres que construyen el edificio de la historia que otros han planificado. Estos últimos responsables son los que siempre me han interesado. Son tipos como tú y como yo, que acuden a sus puestos de trabajo, puntuales y siniestros, para obedecer la orden, apretar el botón, apretar el gatillo, apretar la soga. Cuando en la fábrica gires por enésima vez el tornillo recuerda que siempre hay un trabajo peor, aunque la mecánica sea la misma. Recuerda también que nunca sabe uno con exactitud para qué trabaja.
Detrás de cada Adolf Eichmann alguien se tuvo que ofrecer a disparar; el denominador común de los responsables es su capacidad para no tocar nunca aquello sobre lo que tienen poder. Mucho más eficiente, mucho más manejable para la conciencia, es firmar un papel o escribir una carta oficial, o dar un discurso. Detrás del responsable primero hay siempre un ejército de responsables últimos a los que la historia no juzga, son hombres de verdad y no tienen rostro, son los verdugos mudos, los hacedores del mito, tú y yo podríamos ser uno de ellos, basta con que nos den la orden adecuada, basta con que nos paguen un sueldo.
Nos pasamos más de media vida obedeciendo órdenes y diluyendo nuestra propia responsabilidad en la responsabilidad de un superior, mirando siempre para arriba. Me pregunto cómo todo un ejército (en el caso de la Alemania nazi) no fue capaz de cuestionar la estrategia del exterminio; me pregunto cómo un verdugo puede soportar el peso que supone terminar con una vida, el peso de la culpa.
El nazismo, los gulags, la conquista americana o el comercio de esclavos, no son episodios puntuales de la historia, no son circunstancias especiales, son el mosaico de lo que podemos hacer para sobrevivir o para sobrevivir en mejores condiciones que el otro; cuando en circunstancias desfavorables alguien aprieta el gatillo, normalmente lo hace bajo dos coacciones: una, la coacción de un tercero; y dos, la propia coacción, que consiste en decirse: yo sólo obedezco órdenes, no estoy apretando realmente el gatillo, lo aprieta alguien por mí.
Suspendiendo la voluntad suspendemos la responsabilidad. Esta relación, que nuestra cabeza sabe falsificar tan bien, me fascina, y quiere decir más o menos que aunque sea el ejecutor de un acto deleznable, puedo no ser el responsable. Puedo matar a alguien y no ser culpable, puedo, sencillamente, cumplir órdenes.
Me fascina la vida de la gente anónima mucho más que la vida de la gente eminente. ¿Qué motivaciones llevan a un tipo a alistarse en el ejército, a presentarse como voluntario para el odio?
Hanna Arendt describió la banalidad del mal como una situación y no como algo innato al hombre; según la filósofa judía, basta con que se den las circunstancias adecuadas para que cualquiera se convierta en un asesino, es decir, a simple vista el genocida no es un demente, es un tipo normal. Esta teoría puede cuadrar en la cabeza de un dirigente (por ejemplo Eichmann), porque nunca toca la verdad que sus órdenes proponen, nunca se mancha las manos, pero la teoría cojea cuando hablamos de gente normal, esto es, cuando hablamos del verdugo. Me atrevería a decir, incluso, que suspender la voluntad propia debe ser un placer comparable al de algunas drogas. Si algo puede explicar cuál es la razón y la mecánica del mal, ese algo debe ser lo más parecido al acto de abandonar la conciencia propia, dejar por unos momentos de ser responsable, descargar sobre otros la culpa, ser durante unos instantes salvajemente libre. Cuando se aprieta un gatillo la vida pesa tanto como los treinta gramos de una bala calibre veintidós, es decir, apenas nada.