El rostro oculto de Pandora

Publicado el 26 agosto 2011 por 500ejemplares

“…basta pasearse con los ojos abiertos para
comprobar que la Humanidad se divide en
dos categorías de individuos cuyos vestidos,
rostro, cuerpo, sonrisa, porte, intereses,
ocupaciones son manifiestamente diferentes.
Acaso tales diferencias sean superficiales; tal
vez estén destinadas a desaparecer. Lo que sí
es seguro es que, por el momento, existen
con vislumbrante evidencia”

Simone de Beauvoir
El segundo sexo

A partir de su título mismo, El regalo de Pandora (Caracas: FBLibros, 2011) de Héctor Torres hace explícita y manifiesta la ambigüedad simbólica que dirige sus intereses narrativos, amparados en la figura mitológica de Pandora: la primera mujer según los griegos, creada por Zeus como castigo para los hombres por el hurto del fuego a los dioses, y a cuya llegada se asocia la liberación de los males de la humanidad del ánfora antigua que los contenía. En esta directa alusión a la variante helénica de la Eva judeocristiana, se apela de entrada al carácter moralmente sospechoso que ocupa la mujer en los grandes relatos de Occidente desde las edades tempranas: el “bello mal”, el enemigo íntimo, la desgracia irresistible… Una doble significación que, lejos de resultar inocua, fue siempre determinante en el lugar histórico que la mujer ocupó y ocupa en nuestras sociedades.

Conectándose con esa vertiente específica de la simbología más tradicional, los diez cuentos del libro de Torres emprenden la actualización moderna de mismo relato mitológico a través de la construcción de un repertorio—uno estaría tentado a decir “bestiario”, luego veremos por qué—de las apariciones, siempre eróticas o sexualizadas, de lo femenino en el contexto urbano caraqueño. Una serie arquetípica, o si se quiere neomitológica, de personajes que, cada uno a su manera, exploran la vivencia local y contemporánea de lo femenino, y que son fácilmente identificables entre sí, a saber: la “desconocida silenciosa” cuyo atractivo reside en su aire misterioso e indiferente; la histérica demencial que arrastra con su locura al incauto seducido; la hermana perversa que se relame en la trasgresión moral del incesto; la mujer madura e insatisfecha, sedienta de jóvenes requerimientos amatorios; la hembra ingenua que da con sus poderes de seducción por accidente; el súcubo que se apodera literalmente del alma inmortal del hombre; la embarazada infiel y, por último, la lesbiana, aquélla que rehúye al contacto erótico con lo masculino. Resulta, a primera vista, considerable el riesgo de que este compendio ficcional derive en lo estereotípico o en simplificaciones de la experiencia real de lo femenino: un peligro que el narrador sortea con notorias dificultades, y que podría ensombrecer la inquietud de base planteada, que apunta a la importante necesidad de una nueva conceptualización del rol femenino en nuestras sociedades.

En ese sentido, uno de los ejemplos más problemáticos lo constituye el relato “Marlenys nunca se sueña en Caracas”, cuyo personaje central, única mujer abiertamente gay del libro, se dedica casualmente a la prostitución y al robo, después de haber huido de los abusos sexuales sufridos en la casa paterna; por lo que el castigo eventual que le acarreen sus avatares ilícitos podría, según como se vea, confundirse con el castigo mismo de sus preferencias sexuales. Algo que parece ratificar el hecho de que, en los instantes finales del relato, apresada por dos agentes policiales motorizados, Marlenys recupere súbitamente su fe en lo masculino –aunque una masculinidad femenina: su amigo transformista Rodolfo, a su vez víctima de abusos familiares– y se descubra así como una damisela en desgracia:

Pudo ver sus ojos de paz como la de aquellos que regresan de la muerte y sintió algo parecido a la esperanza, a una extraña euforia, a la certeza ya enunciada. Fue una explosión de felicidad sin recato, de entrega sin restricciones; fue escucharse decir y sentir, sin pudor: aquí viene mi hombre, él me va a salvar, con una claridad que la hizo feliz, como no recordaba haberlo sido nunca (115, subrayado nuestro).

Este súbito pacto con una feminidad pasiva, sin embargo, llegará muy tarde para salvarla del castigo: Rodolfo desviará la mirada y se negará a asumir el papel heroico que la masculinidad parece demandarle. Nótese que dichos roles designados, tanto en el caso de Marlenys como en el de Rodolfo, responden a un carácter tradicional que poco incita a una relectura en clave moderna, sino que ofrece, más bien, una reconciliación—fallida circunstancialmente—con modelos más conservadores de conducta. Se trata, al final, de la victoria, así sea temporal, de los arquetipos más tradicionales. En ese sentido, el caso diametralmente opuesto se desarrolla en “¿De verdad quieres que te diga?”, cuyo intento por construir una voz femenina moralmente libérrima exige una trasgresión que podría lucir desmedida, incluso inverosímil, tratándose de una relación incestuosa entre hermanos como el trasfondo perverso del personaje. En la revelación final de ese secreto al lector, lo que supone por demás la reinterpretación del relato entero, recae el peso entero de la anécdota y a su vez de la constitución moral de la protagonista; condiciones que sugieren cierta superficialidad (o juicio de valor, según se vea) en la aproximación tanto a la temática como al ejercicio narrativo en sí mismo: objeciones poco frecuentes en un tercer libro de relatos.

Algo similar ocurre con los encuentros puramente fortuitos que llevan al narrador a tropezarse y conocer a las mujeres de los dos primeros relatos, los cuales acusan un interés puramente circunstancial en la composición de la escena narrativa, sacrificada en pro de centrarse en el personaje femenino. Esto tal vez motivado por el deseo de ceñirse lo más posible a la poética narrativa trazada con anterioridad, pero a la par reduciendo a las mujeres narradas a una tipología retórica, en lugar de una singular e irrepetible vivencia de lo femenino. Quizás, entonces, el personaje anónimo de “El alimento de los mirmidones”, primer relato y posiblemente uno de los más atractivos del conjunto, destaque al trasgredir ciertos tabúes en torno al embarazo como una circunstancia desexualizadora de la mujer, y lanzarla a la aventura amorosa con la carta ganadora bajo la manga. También ocurre con “Melodía desencadenada”, por mucho el mejor relato del compendio, el cual se permite la construcción de una anécdota breve y violenta en la cual el personaje femenino, ausente del todo excepto de los pensamientos y recuerdos del brutal protagonista, juega un rol central como incitador fantasmagórico del terrible desenlace.

No resulta para nada casual, sin embargo, que los relatos más sólidos del libro sean aquellos en los que el narrador se asume en su masculinidad, y no en los que pretende dar voz a lo femenino así sea fragmentariamente, o en su defecto contar desde la pretendida neutralidad de un narrador omnisciente. Si la construcción verosímil de una voz femenina suele ser, obviamente, uno de los mayores retos para un narrador masculino, la pretensión en este caso de disertar sobre lo femenino a la par de reproducirlo convincentemente sin duda es un listón doblemente alto para cualquiera, y del que existen en nuestra literatura ejemplos recientes y osados que sin duda amplían el panorama, como los de Carolina Lozada en Historias de mujeres y ciudades (2007) o Sol Linares en Percusión y tomate (2010).

La incapacidad, por último, de comprender a la mujer en ámbitos desvinculados del erotismo y la sexualidad, quizás sea una de las taras más difíciles de superar de nuestra cultura, propensa al machismo despótico y a la galantería caballerosa en iguales y correspondientes proporciones. El regalo de Pandora, en ese sentido, no constituye un gesto revolucionario en los predios de lo femenino o de la relación amorosa contemporánea, pero sí un indicio claro de que ciertos imaginarios en torno a la mujer necesitan, urgentemente, una revisión, cuando no un franco replanteamiento ficcional. Uno podría creer, no obstante, que dicha tarea corresponderá en realidad a las propias escritoras y artistas, quienes habrán de ejercer en obra su propia e irrepetible singularidad existencial; pues pocas cosas hay más peligrosas al respecto que la creencia en que el supuesto sexo débil necesita, efectivamente, dar entre la masa con su valiente paladín salvador.

Gabriel Payares

Ilustración: “Henry Ford Hospital”, Frida Kahlo.