Pinceladas en pastel, colores encendidos sobre el blanco de un lienzo que se había quedado desnudo. Es la trigésima novena obra de Aurora Alcaudón; el retrato de una bella y distinguida dama de mediana edad que abre los ventanales de sus ojos cerúleos a un mundo ignoto y fascinante. Sus manos de artista consumada se agitan como inquietas golondrinas que buscasen cobijo tras las aspas de un molino. Aurora colorea, maquilla, retoca, perfila, da forma y volumen a un rostro olvidado. Sus manos orquestan la sinfonía de colores acatando los dictados de la memoria indeleble, espontánea, aquella que se guarece de tormentas y celliscas en recoletos pasadizos y canalones de su cerebro emborronado. Sentada frente al mar de la isla de Cabrera en una silla plegable de bandas rojas y blancas, sonríe de rebote en rebote cuando una imagen peregrina enciende piras y luminarias con rótulo de recuerdos. Pero el hechizo es fugaz y se difumina raudo, como el destello de un cometa trotamundos que cruzase el firmamento. Pinta Aurora con genuina devoción. No sabe lo que pinta: una mansión victoriana, cuya fachada está siendo devorada por una hiedra espesa y roja que cubre los perfiles de las ventanas, anuncia la inminente invasión del tejado de pizarra. Un semental andaluz trota silvestre junto a una playa, donde densos copos de nieve han convertido las dunas doradas y la arena molida en una colcha de algodón y traje nupcial. Una pareja de amantes se come a besos bajo los soportales de la Plaza Mayor de Salamanca, ante la mirada reprobadora de dos ancianas que no cesan de rezar el rosario y murmurar letanías acerca de la falta de decoro y la evasión de la decencia. Una niña de ensortijados bucles dorados, ataviada con un precioso camisón de tul azul, abraza a su osito de peluche con pantalones de tirantes y un corazón rojo enorme cosido al pecho. Aurora se emociona y convulsiona mientras pinta sin descanso. Pero las farolas de su calle principal se han apagado, fundidas en un mar de luto riguroso. Aurora dibuja sin receso sin darse cuenta de que la dama elegante del retrato es ella misma. Tan pronto como la recuerda, la olvida.
Pinceladas en pastel, colores encendidos sobre el blanco de un lienzo que se había quedado desnudo. Es la trigésima novena obra de Aurora Alcaudón; el retrato de una bella y distinguida dama de mediana edad que abre los ventanales de sus ojos cerúleos a un mundo ignoto y fascinante. Sus manos de artista consumada se agitan como inquietas golondrinas que buscasen cobijo tras las aspas de un molino. Aurora colorea, maquilla, retoca, perfila, da forma y volumen a un rostro olvidado. Sus manos orquestan la sinfonía de colores acatando los dictados de la memoria indeleble, espontánea, aquella que se guarece de tormentas y celliscas en recoletos pasadizos y canalones de su cerebro emborronado. Sentada frente al mar de la isla de Cabrera en una silla plegable de bandas rojas y blancas, sonríe de rebote en rebote cuando una imagen peregrina enciende piras y luminarias con rótulo de recuerdos. Pero el hechizo es fugaz y se difumina raudo, como el destello de un cometa trotamundos que cruzase el firmamento. Pinta Aurora con genuina devoción. No sabe lo que pinta: una mansión victoriana, cuya fachada está siendo devorada por una hiedra espesa y roja que cubre los perfiles de las ventanas, anuncia la inminente invasión del tejado de pizarra. Un semental andaluz trota silvestre junto a una playa, donde densos copos de nieve han convertido las dunas doradas y la arena molida en una colcha de algodón y traje nupcial. Una pareja de amantes se come a besos bajo los soportales de la Plaza Mayor de Salamanca, ante la mirada reprobadora de dos ancianas que no cesan de rezar el rosario y murmurar letanías acerca de la falta de decoro y la evasión de la decencia. Una niña de ensortijados bucles dorados, ataviada con un precioso camisón de tul azul, abraza a su osito de peluche con pantalones de tirantes y un corazón rojo enorme cosido al pecho. Aurora se emociona y convulsiona mientras pinta sin descanso. Pero las farolas de su calle principal se han apagado, fundidas en un mar de luto riguroso. Aurora dibuja sin receso sin darse cuenta de que la dama elegante del retrato es ella misma. Tan pronto como la recuerda, la olvida.