Hay noches en las que, cuando cierro los ojos, ya no escucho el rugido de la tormenta. Acaso se esté alejando, pero en las tinieblas de mi alcoba nunca refulge el sol. Arrecian los recuerdos y entonces, la tormenta parece rayana, el tiempo retrocede y mi carne mollar se convierte otra vez en objeto de deseo del verdugo que hizo mi vida trizas y soterró mi alma bajo toneladas de degradación y sumisa minusvalía.
La voz de mi carcelero la recuerdo como un látigo de espinas, y sus manos sobre mi piel desnuda, demonios de vejación y sadismo que coloreaban mi dermis con cárdenas magulladuras y huellas de su febril locura.
Voces amigas me dicen que el peligro ya no existe, que es imaginario, por mucho que su carácter pulsátil y atormentador se esconda todavía bajo las sábanas ultrajadas de mi cama.
Las manos de un nuevo amor acarician con ternura, y su voz arrulladora sosiega mi alma zaherida, pero aún hay noches en las que, cuando cierro los ojos, penetra la tormenta en mi jaula de ruinas y el llanto se alía con la cellisca para arrebatarme la felicidad pasajera que a veces, imagino producto de mi fantasía.
Le temo en su ausencia tanto como en su presencia, pues en la obediencia sobreviví gracias a su indulgencia. En su ausencia soy carcasa descarnada y vacía, me acostumbré a las acciones depredadores de su anulación y la felicidad a la que aspiro, es tan efímera y caprichosa que, cuando trato de retenerla a mi lado se difumina ahuyentada por el rugido de la tormenta.