Foto de la portada
La noche del pasado viernes 5 de mayo se presentó en la librería-café Alejandría, de Azuaga, la novela El sendero de los enebrales, escrita por Ramón Villegas Sabio. Para una localidad de las dimensiones de ésta, la asistencia a la presentación fue más que decente, cosa que, en varda, el libro se merece.
Decía un tocayo del autor, un escritor hoy pasado de moda pero que tiene muchos y muy buenos libros con que sorprendernos, Ramón J. Sénder, que es preferible la polémica viva y permanente a la fría gloria oficial. Así que la mejor manera de poner en valor esta novela no es hacer una apología glorificadora de ella, sino bajarse de la grada y meterse entre sus páginas.
No es fácil encontrar una novela grande y no digamos una perfecta. Así que un lector quisquilloso encontrará en “El sendero de los enebrales” defectos: que si esta coma, que si aquel párrafo, que si ese episodio, ese personaje, que si es la primera novela, etc., y seguramente no le faltará razón. Pero a pesar de eso, a pesar incluso de ser la primera novela, a la que uno tiene la tentación de recargar innecesariamente por si fuera también la última, es una novela más que notable, bien escrita y con muchas virtudes.
“El sendero de los enebrales” podemos encuadrarla en el género de novela negra, pero no es exactamente una novela negra, porque tiene unas particularidades que la desmarcan del género y resaltan su carácter original: hay una muerte o un asesinato o, tal vez, y sólo tal vez, más de uno, pero no hay un policía al estilo Wallander o Montalbano, ni tampoco un detective al uso de la novela negra, un Pepe Carvalho que investigue los hechos en ambientes marginales. No, en “El sendero de los enebrales” nos encontramos que el nudo argumental está en el propio entorno del protagonista, en sus amigos de toda la vida, o no tanto, o no siempre, sus compañeros y su pandilla, residentes en una Sevilla que, alejada de los tópicos, se nos presenta fría e invernal, mojada por la lluvia y recorrida por calles inclementes.
Está escrita con lenguaje fluido y rico, que se lee perfectamente, pero salpicado por un humor cáustico que nunca falta, a veces más sutil, a veces más mordaz, un humor que recorre todo el texto, entreverado con él, dándole un sabor especial, como la grasa al buen jamón. Pero además está escrita en una inquietante primera persona, alejada de lo habitual. Y es inquietante, porque el protagonista parece establecer una distancia aséptica respecto a la historia que narra, desprovista de la subjetividad y cercanía que la primera persona permite, sin afectividad hacia los hechos, situaciones o personajes.
Y es que el protagonista es una hombre dotado de una cierta incapacidad emocional, con una visión desencantada y dura del mundo. Pero sólo es en apariencia, porque bajo esa coraza vemos asomar en breves centelleos, en párrafos náufragos entre las páginas, a una persona sentimental, que es capaz de decir “no lloré, aunque mis ojos se llenaron de húmedas gotas de tristeza” o sentirse aplastado por la nostalgia al recordar la canción de Loquillo Cuando fuimos los mejores, cuyos versos finales dicen: Cuando fuimos los mejores / y la vida no se pagaba / en todas las esquinas / nuestra juventud se suicidaba
Pero el autor no se limita caracterizar y ahondar en la psicología del protagonista, sino que tiene un repertorio importante de personajes secundarios que están bien definidos y, además, bien descritos, con una profundidad y al mismo tiempo una sobriedad efectiva.
Y tiene lo que toda novela negra debe tener: un argumento bien hilvanado, una trama ajustada y precisa que teje una madeja enmarañada que el protagonista intenta desenredar, un puzle de piezas revueltas que no encajan, que se recogen en las conversaciones del protagonista con la gente de su círculo, ambientadas, y muy bien ambientadas, en lugares insólitos con nombres extravagantes, en encuentros (o desencuentros) casuales, en nocturnas reflexiones al volante de su vehículo, en hallazgos incongruentes, en viajes y acontecimientos, en fin, que van apareciendo y sorprendiéndonos como los sucesivos estuches de unas Cajas Chinas, y que todos juntos anudan (o desanudan) la madeja y construyen una novela que no sólo se deja leer, sino que, una vez leída, pide, reclama, una segunda lectura más pausada, más detenida y más profunda.
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