El narrador de “El sentido de un final” –título transparente hasta rozar la simpleza, una vez que acabamos el libro- presenta el bien conocido tono arquetípico inglés, de una acidez divertida a ratos y fatigosa en otros, y se muestra como un escéptico que sacrifica la emotividad en aras de la ironía siempre que la ocasión se presta. Así las cosas, cuando el drama y el enigma unido a él aparecen en la historia, el autor apenas logra que nos sintamos interesados por su resolución; y es que los hechos, al igual que la voz, han sido ya mil veces leídos en otras novelas, lo que no quiere decir que el valor de éstas deba reducirse a la búsqueda de la originalidad argumental, pero hay muchas otras herramientas en la literatura que nos permiten disfrutar hasta de los mayores tópicos, de hacer, en definitiva, que lo antiguo suene como nuevo.
Da la impresión –aunque es aventurarse mucho- de que la idea originaria habría necesitado de un mayor reposo, de un crecimiento previo de los personajes, para que el camino a transitar una vez que comenzase la escritura gozase de mayor profundidad. Y es una lástima, porque en numerosas páginas encontramos muestras de la mejor prosa de Julian Barnes, y es de destacar el formidable arranque en el que se anticipan flashes de recuerdos que a lo largo del libro iremos reconociendo. Por lo demás, la novela cuestiona con cierta sutileza a esa juventud intelectual que tiende a sojuzgar el mundo desde la distancia de su propia y subjetiva consideración, y en ese sentido podemos afirmar que la realidad abre un buen tajo en toda la parafernalia filosófica de los personajes. Seguramente el mayo mérito de la novela, francamente escaso para un autor de la altura de Barnes, que desde la maravillosa “Arthur & George” se ha venido mostrando bastante liviano e irregular. Nada malo en sí mismo, pues exigir que cada paso de su recorrido sea memorable es una puerilidad; lo malo –y esto ya no depende del autor- es que desde los habituales medios de difusión de los autores de éxito se nos venda cada título como una obra maestra. Esta, desde luego, no lo es, lo que tampoco resta demasiado a su merecido prestigio.