Antonius Blovk, que así se llama el caballero, vuelve a un país que ya no puede reconocer como suyo. La alegría de vivir, que era moneda corriente diez años antes, se ha transformado en una ansiedad generalizada por el triunfo de la muerte. La peste negra asola campos y ciudades y hay rumores - típicos rumores medievales - sobre prodigios que se suceden en el cielo y en la tierra: cuatro soles a la vez en el firmamento, nacimiento de niños deformes... Símbolos del mal en alianza con una muerte a la que Antonius conoce personificada como un misterioso señor vestido de negro. La película va a jugar con la ambigüedad acerca de si es una presencia real o es simplemente la personificación de la nada más absoluta. El caballero se teme que la segunda opción sea la verdadera y reta a la Muerte a una partida de ajedrez, con el fin de ganar un poco de tiempo a la sentencia inapelable.
Hay otros personajes más mundanos, menos metafísicos. El escudero, un ser mucho más práctico y, sobre todo, la pareja de comediantes, que representan la alegría de vivir. La risa siempre puede ganar alguna escaramuza al oscurantismo. Las representaciones, la música, hacen que el pueblo olvide durante unos minutos su triste condición. Pero enseguida penetra de nuevo en sus vida la omnipresente religión, en forma de terrible procesión de penitentes. No hay motivos para reir. Arrepiéntete, mortifícate y espera que Dios tenga a bien perdonar a un miserable mortal pecador. La religión que presenta Bergman es puro masoquismo, el triunfo del miedo y la culpa, dos conceptos que han influido poderosamente en la configuración de la civilización europea, como bien nos recuerda Jean Delumeau en El miedo en occidente.
Porque el avance de la peste negra parece dar la razón a aquellos que esperan el fin del mundo inminente, el terrible juicio de Dios, que ha mandado a su heraldo, la Muerte, para ir recogiendo una enorme siega de cadáveres. Pero ¿dónde está Dios? ¿será posible que su existencia sea solo un mito? Terribles preguntas para un caballero medieval que lo ha sacrificado todo por un futil intento de reconquistar Tierra Santa, al igual que para muchos otros hombres que le sucedieron. Dios no responde a sus preguntas. Ni siquiera el diablo. Porque la nada, la no-existencia es la peor destino posible. Si Dios no existe, no es que todo esté permitido, sino que nada tiene sentido. El caballero deviene así en un personaje absolutamente unamuniano, que pasa de jugar con la Muerte una interesante partida de ajedrez a dudar de la existencia de su propia alma. Los atisbos de felicidad que aprecia en los seres que lo rodean, no pueden consolarle. Si la nada es el todo, nuestra existencia no es más que una pequeña isla de aturdimiento y absurdo, que se remata con una danza enloquecida hacia ninguna parte.